Cuadernos orquestados

Colección de poesía

Osvaldo Ballina / La aldea


La aldea, el desarraigo

Dentro de la extensa obra de Osvaldo Ballina, cercana a la veintena de títulos, Apuntes del natural –publicado en 2001 y al que pertenecen los poemas de “La aldea”– es, quizás, como dijera Federico Peltzer, “un libro verdadero pero desolador de nuestra naturaleza en crisis". Un libro –agregamos nosotros– que continúa en la línea formal que Ballina abrió con Confines (1998), con textos que parecen verdaderas parábolas, apuntes de una cosmogonía existencial y reflexiones en torno a la palabra poética.

La aldea” que da unidad a este conjunto de textos es a la vez real Osvaldo Ballinay simbólica. Nada más apartado, acaso, del tópico elegíaco de la Generación del 40. La aldea es el mundo (“Es casi imposible escapar de ella /.../ Quien sale y mira fuera de sus límites, se extravía en el tiempo”), es también el país (“Los árboles comenzaron a caerse con regularidad en la aldea /.../ Algo parecido sucedió años atrás con las personas. Desaparecían. Una manera de caerse del paisaje”), y la cárcel, o la casa, o la baldosa en la que ponemos o nos ponen límite a nuestra existencia.

En “La aldea” todo parece estar en orden: los árboles se caen con regularidad, las estaciones sucedáneas de las que trae el tiempo –lo irreal, lo infinito, lo invisible y lo ilusorio– llegan puntuales a ese sitio. Pero su orden es el de las hormigas que no tienen nombre ni historia, sólo disciplina, un orden que “deviene pánico” cuando alguien patea el hormiguero. Aldea de malos soñadores, de asesinos y verdugos “prendidos, ellos también, a la leche de la vida”, de objetos que buscan “un lugar en la memoria”, “un lenguaje aún sepulto”. El orden del mundo –parece decir Ballina– no está en el equilibrio social, en el control de los armamentos o en las leyes del mercado: es la palabra la que hace que el universo sea cosmos o caos.

Y sin embargo, el poeta no manifiesta una fe ciega en las palabras. En esta aldea de “pocos habitantes y muchas soledades”, “no hay nacimientos ni buena palabra”; para verlas por dentro es necesario partirse en tres y marcar con cruces los lugares en los que sorprende cierta felicidad; las palabras también tienen “su cuota de traición” y a ellas inclusive les toca desaparecer; porque una cosa es la palabra en abstracto y otra su materialización en la realidad, como la palabra “corazón” que era ovoide en la mente y circular y cuadrada en la sala de espejos.

Por eso, siguiendo la división que hiciera Dámaso Alonso de los poetas españoles modernos entre “arraigados” y “desarraigados” –división que bien puede extenderse a la poesía de todos los países y todos los tiempos–, podemos decir que Ballina –y los textos de “La aldea” lo demuestran– se encontraría entre estos últimos: poetas que no obtienen su fuerza de la fe en alguna divinidad o idea política, ni siquiera de la tabla de salvación de las palabras, pero que aún así luchan y escriben.


Guillermo Pilía

La aldea

La aldea se jacta de su propia ausencia. Es casi imposible escapar de ella. Sin espíritu cualquier espacio es cárcel. Tiene pocos habitantes y muchas soledades. Dicen que los divide el olvido. Pero los separa la misma lengua y los une la misma moneda. La aldea va desplomándose. No hay nacimientos ni buena palabra. Quien sale y mira fuera de sus límites, se extravía en el tiempo. De tanto en tanto, sobrevuela un halcón en el cielo.


Osvaldo Ballina / La aldea

Nacerse, deslimitarse, infinitarse, recrearse. ¿Cómo tener los fragmentos juntos?

Partió su espíritu en dos para ajustar su idea del mundo. El lado gozoso y el lado escéptico se alejaron en sentido contrario. Él siguió andando. En círculos. Si alguna vez se cruzaron entre sí, los tres vivientes nunca se reconocieron. Cada uno dio noticias de sus visiones. Marcó con una cruz los lugares en que fue sorprendido por cierta felicidad. Sólo así, aislados, lograron ver las palabras desde adentro.


Osvaldo Ballina / La aldea

¿Alguien habla y ríe con riesgo?

Es la estación de las hormigas. No hay referencia de su nombre ni de su tiempo. En el sendero, disciplinadas, llegan con su carga y regresan por más. Alrededor, el descampado. De pronto, alguien patea el hormiguero y el orden deviene pánico. Se mueven confundidas en todas las direcciones. Con carga o sin ella. Da lo mismo. El castigo es la ausencia. Serán devoradas.


Osvaldo Ballina / La aldea

La realidad sin pathos: pesadilla presa en el hielo

Los árboles comenzaron a caerse con regularidad en la aldea. Se desplomaban, sin explicación, en las plazas o en los parques. Nadie se dio por enterado. La vida era eso: la orfandad natural, sin tierra ni cielo. Algo parecido ocurrió años atrás con las personas. Desaparecían. Una manera de caerse del paisaje. Para compensar, construyeron casas que nunca fueron habitadas. Después, le tocó el turno a las palabras, con su cuota de traición. Se desprendió la vida. La claridad fue alucinación.


Osvaldo Ballina / La aldea

Quedarse mudos es una forma de morir

Pensó: las mismas palabras no identifican las mismas cosas. Apresuró el paso hacia el parque de ilusiones y luego en dirección de la sala de espejos reconstituyentes. Entró y se miró. El espejo le devolvió sus formas. Luego, radiografió el interior contenido en la carne. La palabra corazón era ovoide en la mente. Sin embargo, el espejo le descubrió un corazón circular y cuadrado. Desde ese instante, conoció la armonía antes negada: vivió circular y cuadrado.


Osvaldo Ballina / La aldea

La mirada, esa ambigüedad concéntrica sobre el otro cómplice

Son los mal soñados. En el reverso de sus párpados, golpean insomnio y angustia. En ellos, la vida no entró nunca. Tampoco, ahora, la muerte. Para siempre despiertas, las pupilas parten de una negrura y regresan a otra negrura. Es la violencia de la sequedad que no tiene principio ni fin. Según juran los mal soñados, sólo las piedras y los árboles cantan o hablan. ¿Quién vive?


Osvaldo Ballina / La aldea

El cielo atraviesa el mundo y yo a mí mismo

El tic tac alejaba y retraía las paredes a los ojos del niño en su cuna. Nada tenía nombre. Lo suyo eran los ojos, que miraban y miraban. La tarde sin otro humano caía. Tic tac, tic tac, del día a la noche, del agua a la sed, de la saciedad al hambre. Y también al revés, como el tac tic, tac tic de otro ritmo. Sólo sombras en los ojos que no podían traducir imágenes y significados. Los objetos se movían a su alrededor. Buscaban un lugar en la memoria, en un lenguaje aún sepulto. Las paredes, de nuevo, se alejaban. El universo se contraía, oscuro. El tic tac cesó. La casa se volvió más sólida. No hubo más jadeo. El índice del niño escribió el comienzo de esta historia: el sonido alucina el espacio.


Osvaldo Ballina / La aldea

En la confusión de roles, las palabras fueron tocadas por el odio

Lo irreal, lo infinito, lo invisible y lo ilusorio, llegan puntuales a la aldea. Son las estaciones guía, sustitutas de las naturales. Alguien murmura, ante cada una de ellas: siempre, nada, todo, jamás. Un instante después, lanza cada palabra contra el cielo para escuchar el rebote del sonido. Ellas vuelven a él en fragmentos de esperanza. O de una ilusión necesaria. Se desencaja del planeta. Para locura o libertad.


Osvaldo Ballina / La aldea

Paz en la indiferencia

Los asesinos se dan a la orgía en la casa que suda frío. Ni demonio ni dios la iluminan. No beben por sed. No comen por hambre. No eyaculan por deseo. Un orden los excede. Un aire negro los desmadra. Bebidos, comidos y fornicados hasta el hartazgo saldrán a cazar humanos. Un nuevo hambre, una nueva sed, un nuevo deseo. Verdugos prendidos, ellos también, a la leche de la vida.


Osvaldo Ballina / La aldea