Cuadernos orquestados

Colección de poesía

Guillermo Pilía / La pierna de Rimbaud

La poesía no muere en el poeta

Escribió J. V. Vidal Jove en su Prólogo a Rimbaud. Poesía completa: Este libro es la historia de cuatro años de vida: 1869-1872. Los años que precedieron a estos fueron un prólogo adecuado; los que les siguieron, un epílogo inesperado, absurdo.

La pierna de Rimbaud, de Guillermo Pilía, evoca poéticamente los últimos casi 11 años de dicho epílogo. Pero su postura propone otra mirada.

Pilía ha elegido el poema en prosa, con algunos versos incluidos –elección que tiene a Rimbaud como uno de sus primeros cultores– y lo ha estructurado en seis partes de bella juntura. Le antecede un fragmento en francés del texto inicial de Una temporada en el infierno. Fragmento que adelanta un espejo para el juego de intertextualidades –reales o imaginarias– que el autor maneja con destreza, pero que, además, manifiesta que el carácter de vidente, que suscribía Rimbaud, encuentra en su vida en África o en Asia de 1880 a 1891 –tiempo y lugar de la evocación–, más de una confirmación. Existen en el poema otros fragmentos de las dos famosas obras de Rimbaud y también, de cartas del mismo; a su hermana Isabelle, por ejemplo.

Desde el principio se instala a Rimbaud, a quien se menciona como un hombre, ese viajero, este hombre, inclusive sólo sujeto tácito y hasta distante él, como poeta. Así se lee: “Cuando logre reunir unos centenares de francos –piensa– partiré para Zanzíbar –tal vez sin la ilusión de encontrar allí la felicidad o el sosiego, sino acaso para vivir en un sitio que lleve un nombre sonoro.” Dos veces más se menciona tal deseo de alcanzar las islas alejadas de la costa del África: quizás escape hacia Zanzíbar, en la mitad del poema, o a renglones del final: quizás vaya a Zanzíbar. Pero el Rimbaud de las cartas prefiere esa ciudad por expectativas comerciales, más que nada. Pilía, en cambio, relaciona ese nombre con la sonoridad de la poesía. ¿Habrá por qué?

En la parte IV del poema se advierte una posible clave para tal opción. Se habla de una flor monstruosa en el centro del África, cuya fragancia recuerda el olor de la carne podrida. Entonces Rimbaud, que en ocasiones aseguró su olvido de toda literatura, en el poema piensa “que si otra vez retornara a escribir,/ no querría hermanar sus poemas a la imagen de una flor frágil y bien perfumada, sino a la de esa otra flor de un continente primordial…” Unos renglones más abajo se lo muestra cavilando en “los que se irán sin saber que existe esa flor aberrante, sin saber de la rosa que en otras tierras simboliza la poesía; sin saber que es la misma persona el hombre que comercia con ellos el incienso y el almizcle y el hombre que ayer contaba –con esos mismos dedos que hoy cuentan el oro– las sílabas de un verso.”

Es la unidad del ser humano. Ése que en la parte I se decía que Ahora ha llegado a Adén con la misma idea de acaparar/ no el limpio oro que arrastran los ríos,/ sino los sucios billetes y las grasientas monedas <>. El poeta de la flor corrupta y también el de la rosa que antaño ironizara, porque su hábitat poético podrá quedar relegado, pero jamás aniquilado mientras viva; ni siquiera en ese mercader que escribe los informes entre los que levanta el gozo de los arribos o alguna anémona de mar.

La poesía no muere en el poeta. Es la propuesta de La pierna de Rimbaud. Cuando al final del poema el hombre se percata de que un tumor le va hinchando la pierna, se vuelve palpable el tema –hasta entonces subterráneo– de la muerte. El vidente aquí habrá fallado: ya no volverá, como decía el texto en francés, con los miembros de hierro, la piel oscura, el ojo furioso. No será juzgado de una raza fuerte. No se verá salvado.

El poema concluye con estos tres versos: No sabe si habrá tormentas en el camino de la costa,/ no sabe si de esa pierna desecada no nacerán/ –de golpe, al unísono– la muerte y la gloria. El verso último le será cumplido. Morirá a los 37 años, pero no como poeta.

Se expresa así, además del aprecio del autor por el hombre-poeta-Rimbaud y de la sentida comprensión de sus miserias, vitales convicciones de Guillermo Pilía, un hombre tan visiblemente entregado al oficio –que Borges dijera– de cambiar en palabras nuestras vidas.


Alfredo Jorge Maxit
Colón, Entre Ríos, julio de 2011

La pierna de Rimbaud

...Ma journée est faite; je quitte l’Europe. L’air marin brûlera mes poumons; les climats perdus me tanneront. Nager, broyer l’herbe, chasser, fumer surtout. Boire des liqueurs fortes comme du metal bouillant, —comme faisaient ces chers ancêtres autours des feux.
Je reviendrai, avec des membres de fer, la peau sombre, l’oeil furieux; sur mon masque, on me jugera d’un race forte. J’aurai de l’or; je serai oisif et brutal. Les femmes soignent ces féroces infirmes retour des pays chauds. Je serai mêlé aux affaires politiques. Sauvé.



Guillermo Pilía / La pierna de Rimbaud

Verano en Africa

El hombre ha buscado trabajo en todas las factorías del Mar Rojo —cuando intenta dormir repite los topónimos árabes como una letanía—. Pero las voces que designan a esos puertos nada dicen a quien no ha sufrido la pestilencia de sus calles, sus bárbaras comidas, el calor que apenas morigera el viento de la costa.

Ahora ha llegado a Adén con la idea de acaparar
no el limpio oro que arrastran los ríos,
sino los sucios billetes y las grasientas monedas
que van de mano en mano en los bazares.


Cuando logre reunir unos centenares de francos —piensa—, partiré para Zanzíbar —tal vez sin la ilusión de encontrar allí la felicidad o el sosiego, sino acaso para vivir en un sitio que lleve un nombre sonoro—. Pero por ahora vegeta en medio de un cráter apagado, lleno hasta el fondo de arenas marinas. Sólo toca, sólo ve lavas. El aire no traspasa las paredes volcánicas y todo se quema allí como en un horno de cal. Escribe:

No hay ningún árbol, ni siquiera desecado, ni una brizna de hierba, ni una parcela sembrada, ni una gota de agua dulce...

Montañas negras aprisionan la ciudad como una escenografía de hierro; enormes escalones de piedra, pretéritas cisternas, obras de un pueblo extinguido y ciclópeo. Escribe:

Siempre se espera una tormenta que venga a perseguir los cielos; un agua de bosques celestes que se pierda por estas vírgenes arenas; un vendaval de Dios que arroje sobre Adén su granizo milagroso...

Es el verano abisinio, el verano que viene del África del este: todo arde; vibra la atmósfera como metal; hasta el viento, cuando corre, es un viento de fuego. Escribe:

Sólo un maldito puede buscar vivir en un infierno semejante.


Guillermo Pilía / La pierna de Rimbaud

Los sitios se vuelven inestables

Como a ciertos animales —que perciben los terremotos antes de que se produzcan—, así también a este viajero se le han aguzado las pupilas, la nariz, las yemas de los dedos

—¿Acaso hay algo que no?—

para advertirle cuándo tiene que escapar. A veces el signo es un gesto de extrañeza —la mirada de aquel oficial holandés, que lo llenó de terror y lo obligó a huir de Java—; o quizás las palabras inteligibles que un joven tullido intercambió con otro huésped, años atrás, en el hospicio del Gotardo. Noche a noche siente crecer o menguar —pero casi siempre crecer— la advertencia de peligro. Los sitios se vuelven inestables

—¿Acaso hay algo que no?—

y crujen sordamente como el maderamen de los antiguos embarcaderos; oscilan de forma casi imperceptible, igual que palafitos en un lago de brea, que la casa evangélica que no se afirmó sobre roca; se ahuecan sin señales exteriores, como los muebles atacados por la carcoma. Los puertos se vuelven tembladerales

—¿Acaso hay algo que no?—;

los afectos, el alma, son también de pronto ciénagas, herrajes o maderas roídas... El viajero ha aprendido a fugarse siempre en el instante previo a que todo se vuelva inevitable. Cuando logre reunir unos centenares de francos, quizá escape hacia Zanzíbar. Huye, pero como puede huir la choza que se lleva sus pilotes podridos; o la madera que escapa de los parásitos sin saber que entre sus vetas ya van sembrados los huevos. Huye

—¿Acaso hay algo que no?—

como puede huir el puerto que arrastra consigo el mar.


Guillermo Pilía / La pierna de Rimbaud

Los arribos

Este hombre

—ojos negros y crin amarilla, sin parientes ni corte, más noble que la fábula, mexicano y flamenco—

ha cabalgado por casi un mes a través del desierto de Somalia. Ha salido de un puerto que semeja un infinito y sórdido suburbio y esta mañana asciende en busca de una ciudad árabe que —en la distancia— le parece un inmenso panal de yesería. Murallas y almenas, la mezquita, los minaretes encalados, las fortificaciones cuadradas: sólo el cielo no es blanco, de un azul profundísimo, sin la calina de las tierras bajas.

Entré a la ciudad por la Puerta del Turco, a la que flanquean las torres del bastión...

En su pecho hay algo aproximado a la alegría: el gozo de los arribos, la esperanza de un poco de sosiego, acaso de felicidad. Ahora saluda a la guardia egipcia, a los lugareños que agitan las manos —alegres y bulliciosos—, y trata de que ese instante se prolongue tanto como la entrada de un profeta. La Puerta del Turco y la mezquita, los minaretes encalados, las fortificaciones cuadradas... Meses más tarde —cuando su vista ya no soporte el blanco de las almenas ni el azul purísimo del cielo, cuando descubra que cada calle es un foco de hediondez y se refugie en los mercados de perfumes narcotizantes— recordará el momento en que atravesó la Puerta del Turco; y el instante en que los niños corrieron tras su caballo como si se tratase de un rey del oriente; y aquél en que todos los ojos negros de las mujeres se posaron sobre sus ojos y acariciaron su rostro de ángel en el exilio. Se acordará: como el viajante que, al filo del regreso, recuerda cuando abrió —cargado de valijas— la puerta del cuarto en su primer día de hotel.


Guillermo Pilía / La pierna de Rimbaud

Una flor que huele como carne podrida

A la luz de la lámpara aceitosa
contra la que se estrellan los insectos,
se ha enterado esta noche de una especie que vive en el centro del África —de una flor monstruosa cuya fragancia recuerda el olor de la carne podrida.
Ha leído que alrededor de su corola gigante no zumban las abejas, sino enjambres de dípteros —moscas que desovan en sus jugos, como en los boquetes de un miembro necrosado.
Bajo la lámpara aceitosa ha meditado
en el símbolo de la flor y su hermandad
con la belleza y la poesía —hoy tan lejanas como esas regiones del África profunda a las que rápidamente llega su dedo en viaje sobre el mapa, su pensamiento a la grupa de la fantasía.
A la luz de la lámpara ahora piensa

que si otra vez retornara a escribir, no querría hermanar sus poemas a la imagen de una flor frágil y bien perfumada; sino a la de esa otra flor de un continente primordial —abierta boca hinchada al aire húmedo y caliente, llaga hedionda y purulenta rodeada por la agria música de los moscardones.
Ha leído esta noche de una flor
cuya fragancia recuerda a la carne podrida
y piensa en todos aquellos que antes del alba morirán: los que se irán sin saber que existe esa flor aberrante, sin saber de la rosa que en otras tierras simboliza la poesía; sin saber que es la misma persona el hombre que comercia con ellos el incienso y el almizcle
y el hombre que viaja con su yema sobre el mapa;
el hombre que ayer contaba —con esos mismos dedos que hoy cuentan el oro— las sílabas de un verso.


Guillermo Pilía / La pierna de Rimbaud

No deseo: nostalgia

Tres adolescentes negros se bañan desnudos
en la corriente pedregosa del río.


Más que con deseo, sus ojos los contemplan con nostalgia. Alguna vez también él se sintió así: con los músculos firmes, con la piel tirante, con la boca inundada de risa. También él se sintió alguna vez requerido —tanto por las manos de las mujeres como por las miradas de los hombres.

Tres adolescentes negros se bañan desnudos
en la corriente pedregosa del río


—mientras él, sentado a la distancia, escribe en una libreta todo cuanto necesita para emprender su expedición a la tierra del marfil: Una cámara fotográfica, un teodolito —o en su defecto un buen sextante y una brújula Cravet—, un cordel de agrimensor de lino, una caja de matemáticas... De tanto en tanto levanta los ojos: el sol resbala sobre las pieles aceitosas, el aire trae risas, palabras de alegría. No deseo: nostalgia.

Tres adolescentes negros se bañan desnudos
en la corriente pedregosa del río.


Una caja de matemáticas —escuadra, transportador, compás de reducción—, un barómetro aneroide de bolsillo, una colección de mineralogía... Los dedos que cuentan el oro ya no son sensible para acariciar el torso sin vello de los jóvenes, los muslos de las muchachas núbiles. También anota en su lista varios libros: Topografía, Geodesia, Hidrografía. No deseo: nostalgia —de los músculos firmes, de la piel tirante, de la boca inundada de risa. Señores de Lyon, señores de París, señores miembros de la Sociedad de Geografía: los dedos que manipulan un teodolito, un sextante, una brújula Cravet, ya no sienten el torso o los muslos debajo de las yemas, la felicidad de los cuerpos indeterminados entre lo femenino y lo masculino: sólo perciben el momento de volver a escapar...

Los jóvenes son tres y ríen ajenos a sus inquietudes, a sus miserias; tienen las puntas de los dedos sensibles; y se bañan desnudos y sin culpas

en la corriente pedregosa del río.


Guillermo Pilía / La pierna de Rimbaud

Como el dios que gestaba en su muslo

Noche tras noche, al acostarse, acaricia el tumor que se forma por detrás de su rodilla izquierda. Como el dios que gestaba en su muslo, así también su pierna parece grávida y a punto de parir quién sabe qué nueva monstruosidad. Semanas atrás todavía pensaba ignorarlo: bajo un lienzo inmaculado lo cubrió, con varias vueltas de venda lo ocultó de su vista. Pero el dolor trabajaba por debajo, se agrandaba al amparo de lo invisible, como medran en la oscuridad de una pieza los terrores infantiles. Se ha marchado el sueño, ha desaparecido el apetito. En las noches repasa la lista de cosas que ignora:

no sabe por qué el semen tiene a veces el perfume
de una suave lejía,
no sabe por qué el sexo de la mujer
evoca la anémona de mar.


Noche tras noche acaricia el tumor que por último decidió descubrir, no con la esperanza de ver su pierna curada, sino más bien como gesto de aceptación de un destino.

No sabe cuántos cargamentos de goma y almizcle
entrarán en dos meses,
no sabe si los gorgojos no están arruinando
en silencio el arroz.


Como el dios que gestaba en su muslo. Tengo los cabellos completamente grises. Travesías de mares en barco y viajes por tierra a caballo: sin vestimenta, sin víveres, sin agua... Estoy excesivamente cansado. Demasiado acostumbrado a la vida errante, a la vida libre y gratuita. Quizás vaya a Zanzíbar. Noche tras noche, al acostarse sin sueño, acaricia el tumor de su rodilla izquierda.

No sabe si habrá tormentas en el camino a la costa,
no sabe si de esa pierna desecada no nacerán
—de golpe, al unísono— la muerte y la gloria.



Guillermo Pilía / La pierna de Rimbaud