El tic tac alejaba y retraía las paredes a los ojos del niño en su cuna. Nada tenía nombre. Lo suyo eran los ojos, que miraban y miraban. La tarde sin otro humano caía. Tic tac, tic tac, del día a la noche, del agua a la sed, de la saciedad al hambre. Y también al revés, como el tac tic, tac tic de otro ritmo. Sólo sombras en los ojos que no podían traducir imágenes y significados. Los objetos se movían a su alrededor. Buscaban un lugar en la memoria, en un lenguaje aún sepulto. Las paredes, de nuevo, se alejaban. El universo se contraía, oscuro. El tic tac cesó. La casa se volvió más sólida. No hubo más jadeo. El índice del niño escribió el comienzo de esta historia: el sonido alucina el espacio.


Osvaldo Ballina / La aldea