Cuadernos orquestados

Colección de poesía

Horacio Castillo / Mitografías



Sigamos hablando de poesía

Los textos publicados en esta página forman parte del Nº 11 de la edición impresa de Cuadernos Orquestados, colección de poesía que ha venido ofreciendo anticipos de poemarios inéditos, selecciones antológicas, momentos bisagra de ciertos recorridos poéticos y resúmenes de libros que signaron la obra de sus autores. El presente cuaderno, en su búsqueda de nuevas formas de mostrar a un poeta, incluye siete poemas de Horacio Castillo, acompañados por otros tantos trabajos de diversos autores. Estos trabajos, que pueden leerse como una especie de homenaje creativo, están basados en colaboraciones abiertas, que van de textos inspirados en la obra de Castillo a críticas de carácter predominantemente lírico, y que son, al mismo tiempo, una manera más de seguir hablando de poesía.

Horacio Castillo nació en Ensenada, Provincia de Buenos Aires, en 1934. Reside en La Plata. Es poeta, crítico, ensayista, traductor, abogado y miembro de número de la Academia Argentina de Letras y correspondiente de la Real Academia Española. Publicó los siguientes libros de poesía: Descripción (1971), Materia acre (1974), Tuerto rey (1982), Alaska (1993), Los gatos de la Acrópolis (1998), Cendra (2000), Música de la víctima y otros poemas (2003) y Mandala (2005). Su obra poética fue reunida, además, en varios volúmenes, entre ellos: La casa del ahorcado (1999) y Por un poco más de luz (2005). Como traductor, se destacan sus versiones de poetas griegos, que incluyen a Calímaco, Kavafis, Seferis, Ritsos, Elytis, Vretakos, Varvitsiotis y muchos otros. Entre sus ensayos publicados figuran Darío y Rojas / Una relación fraternal (2002) y La luz cicládica y otros temas griegos (2004).

Arriba y abajo

a Hölderlin

Arriba nada ha cambiado en todos estos años:
la luna sobre el álamo,
la cresta de los techos,
el altillo donde el señor Scardanelli
reverencia cada día a sus huéspedes.

Abajo crecieron y tuvieron hijos,
van y vienen por vituallas y noticias,
o vuelven como ahora de enterrar algún muerto
y saludan de paso al carpintero vecino
que tiene como inquilino a un dios.

Horacio Castillo
De Materia acre, 1974

Humildemente


-La historia es así: El carpintero Ernst Zimmer y su mujer se llevan de la clínica al poeta, un día de mayo de 1807 y lo cuidan en el altillo de su casa, en Tübingen, junto al río Neckar, hasta el 7 de junio de 1843, cuando muere. No sólo la locura llama la atención, sino que negaba su propio nombre y decía llamarse humildemente Scardanelli. Con ese nombre firmó, durante casi 40 años, los poemas que siguió escribiendo y que regalaba a los que lo visitaban... Hoy, hay un museo ahí mismo. Sí, en ese altillo.

-¿Se puede visitar?

-Por 5 euros hasta podés asomarte a la ventana que da sobre la cresta de los techos y el río...

Cierro mis ojos. Y escucho el batifondo del café y a los amigos que, como de costumbre, no paran de discutir. No se necesitan muchos motivos, sino algún pretexto como para que nos deje terminar una botella de vino y varias horas de pasión verbal. Desde hace rato, no nos ponemos de acuerdo sobre el cartonero que ha bajado, de repente, de una montaña ambulante de papel, para pedirnos un cigarrillo. ¿Cómo podemos sobrevivir a sus últimas palabras de despedida? Cada uno, ahora, se ha convencido de la razón que le ha encontrado.

El tipo apareció ahí, en la vereda del bar donde nos habíamos sentado esa noche anticipada de veranito. Se nos acercó y con el tono de un familiar que vive en nuestra propia casa, nos pidió un cigarrillo y como agradecimiento nos disparó, con alevosía y premeditación, estas aladas palabras: “abril, mayo y julio ya están lejos/ ya nada soy ni vivo más a gusto”.

-¡Merde!-soltó Abel, en un buen francés duramente aprendido en sus años de exilio.

-¿Eso no es de Hölderlin?- rumbeó César, mientras veíamos al cartonero alejarse en medio de una humareda.

-... y en versión del negro Silvetti Paz - rezongó Héctor.

-...y después dicen que en nuestra época no le dan bola a la poesía - retrucó alguno de nosotros, quizás yo mismo.

Eso no fue todo, sino el inicio de varias nochecitas de bar, dedicadas al tema y a la espera de que se repitiera el encuentro con aquel tipo. Pero, no sucedió. La noche se lo tragó.

La inverosimilitud parece acomodarse a nuestro tiempo más que la imposibilidad. Las astillas de lo vivido pueden encontrar un lugar en algún cajón entre buenos y malos recuerdos; dejarnos habitar, por un rato, aún en medio de la mayor miseria, el entusiasmo de una imagen, de una ventana iluminada en la noche sobre el río Neckar. El paso del tiempo, como quería el viejo Parménides, no derriba esa torre donde hay más alma que lenguaje.

Cierro mis ojos. Recito, en voz baja, el poema de Castillo. No sé por qué ha venido a mi mente. Escribir, escucho, es correr el riesgo de caer en lo oscuro. Escucho: Muchos poetas han caído en la locura. Escucho: Hölderlin vivió casi los mismos años cuerdo que loco. Escucho...

Con mis amigos, aquí y ahora, es más fácil creer que un dios se asoma a la ventana.


Osvaldo Picardo

Hice un hoyo


Hice un hoyo en la tierra
y lloré dentro de él; lloré de bruces,
hasta que el llanto llegó al fondo,
hasta que todo se anegó,
hasta que brotó de la profundidad
un tallo que nadie hubo tocado.

Horacio Castillo
De Tuerto Rey, 1982

Crónica


Los sueños de los hombres son inevitables, como lo suelen ser sus falacias. Allí, donde después se extendería la Magna Grecia, alboroto entre maestros y discípulos. La causa: descubrir la manera de medir la tierra. Tal era el dilema, cuando la emoción (que es ya una primera interpretación) se hizo lucidez en el comentario de un viajero:

"He visto en los confines del mundo un pozo recto y estrecho, cuya profundidad resulta inimaginable. Mis compañeros de hallazgo y yo supimos que las lluvias lo habían anegado porque, al dejar caer una piedra, se oyó la blanda nota del agua. Allí, sólo allí, en el instante justo, cuando el sol está más alto -pero no más lejos, porque su presencia es abrasadora-, la luz rebota en las poquísimas aguas de su hondura."

(Puede ser que la sabiduría consista en encontrar el sitio del cual partir.) La presunción de los maestros fue inmediata: con dos puntos similares a aquél, más el tiempo de recorrido del sol entre ambos, llegarían a ponerles, al fin, cifras a las distancias. Los más jóvenes apuntaron, quizás en la algarabía del hallazgo o de sus cortas edades -vaya uno a saber-, que ya no necesitaban más ni de pozos ni de anécdotas. Cuentan que antes de iniciar los cálculos y las previsiones, aquellos hombres hicieron un hoyo en la tierra, poniendo en evidencia que las grandes comprobaciones de la realidad comienzan siempre en la inspiración de una bella historia.


Abel Robino

Dice Eurídice


La ansiedad me dominó, y luego la inquietud, cuando supe que venías: horror de que me vieras así, con este tocado de sombra, el pelo sin brillo -el pelo, que el sol no se cansaba de dorar. Terror también de que no fueras el mismo -el que permanecía en mi memoria-
y al mismo tiempo curiosidad por ver de nuevo un ser vivo.
Hace tanto que nadie venía por aquí,
tanto que nadie se llevaba un alma o un perro,
que cuando oí tus pasos y tu voz llamándome,
cuando por fin te estreché, más que a ti estaba abrazando a la vida.
Después tu calor me condensó, me secó como una vasija,
y caminé por el sombrío corredor
otra vez con aquella máquina atronadora dentro del pecho
y un carbón encendido en medio de las piernas.
Caminé de tu brazo, imaginando ya la luz,
los árboles junto a los cuales caminábamos,
aquella habitación llena de espejos
donde flotábamos como dos ahogados.
Hasta que de pronto tu paso se hizo nervioso,
tu pensamiento se espantó como un caballo,
y vi que tratabas de desprenderte de mí,
de librarte de la trampa de la materia mortal.
"No te vayas -supliqué- no me dejes aquí,v déjame ver de nuevo las nubes y el sol,
suéltame por el mundo como una potranca tracia."
Pero tú ya corrías hacia la salida,
y durante siete días y siete noches oí cómo llorabas,v cómo cantabas en la ribera del río infernal
nuestra vieja canción: "Lo lejano, sólo lo más lejano perdura."


Horacio Castillo
De Alaska, 1993

Canta Orfeo


La ansiedad comenzaba a oler, y la voluntad que no muere,
a medida que escarbaba buscando tu sombra. Tu sombra
de cabellera negra como ala de cuervo.
Mi conciencia sabía de la podredumbre que embarga los ojos
de los vivos ante los muertos -pero tu piel permanecía en mi memoria-.
Allí dentro, despojada de coqueterías, estabas esperándome.
Hace tanto que nadie venía por mi corazón,
tanto que nadie me acariciaba el alma como a un perro,
que cuando escuché tu quietud comencé a cantar tu nombre.
Cuando por fin te estreché, más que a ti estaba abrazando
el barro que éramos.
Después tus huesos se hicieron sentir en mis mejillas
y mientras caminábamos, percibí que sin tus pasos
yo era un niño andando a tientas por la noche,
mi corazón cesaba de latir y se apoderaba de mis miembros
una rigidez marmórea
... Mientras caminábamos,
imaginaba tus brazos estrechándome bajo aquel árbol
donde las frutas maduran por el sol. Y aquel zaguán
donde nos mordíamos como una perdición.
Hasta que de pronto tú dudaste de mí,
un tropel inaplacable creyó que en tu mano
no crecería la carne que había en mi mano.
No fue mi pensamiento, Eurídice, el que se espantó
como un caballo. Es la muerte la que se desboca ante la vida.
"No te quedes aquí -rogué- no dejes que me vaya,
déjame ver de nuevo tu esternón de angustia, tu mirada rancia,
tu pelo sin viento".
Pero ya corrías de nuevo hacia el abismo, mientras mi corazón
otra vez se llenaba con la turbulencia de una inundación.
Y sentí la necesidad de cantar, pero callé.
Mi oído en el barro escuchó atentamente tu suspiro.


Gustavo Caso Rosendi
De "Lo más lejano", libro inédito
Nota: La cursiva pertenece al cuento "Ligeia", de Edgar Allan Poe (Obras Completas, Madrid, EDAF, 1982).

Visita al maestro


Llueve sobre colinas y jardines.
Allí, junto a la ventana, está el fuego.
Hablar o callar ¿qué es lo mejor?
Preguntar o responder ¿qué es lo peor?
Llueve sobre colinas y jardines,
el agua salmodia en la penumbra.
¿También el callar es un hablar?
¿También el hablar es un callar?
Llueve sobre colinas y jardines.
Un caballo negro viene como volando.
¿La respuesta es entonces la pregunta?
¿La pregunta es entonces la respuesta?
Llueve sobre colinas y jardines.
El silencio del cuarto es el silencio del mundo.


Horacio Castillo
De Alaska, 1993

La voz de lo absoluto


¿De cuántas maneras debería preguntarse aquello que sólo se vislumbra en el silencio? ¿Cuál es la construcción posible que nos hace menos ajenos a la incertidumbre que habita en los otros y en nosotros mismos? Exiliado en esa especie de "pregunta preñada de preguntas" [1], el corazón del poeta se entenebrece, duda, y en el centro de una mudez que poco entiende de resplandecientes soles, interroga al enigma ensordecedor del Universo. Como un peregrino, como un buscador "en medio del camino de la vida" [2] percibe indicios en lo perdurable de la naturaleza; ahí, en esa primaria seguridad es donde se sostiene cierta certeza, aun cuando esa certeza viene a galope de negros caballos alados.

El misterio, privilegio de lo sobrehumano, abunda en el silencio. El fuego, cálidamente instalado en un adentro, no deviene ni palabra ni instante creativo: llueve sobre colinas y jardines abandonados a la desnudez de un mundo enmudecido. La palabra no es dada. En el cuarto, el silencio. Silencio que retumba en la soledad del Ser. Ser que, en su anhelo de comprensión, pareciera no recordar que "todas las divinidades residen en el corazón humano" [3].

Quizá debería inferirse también, elípticamente, que el maestro, en este juego de imágenes espejadas, en este correlato de realidades reflejándose unas en otras, "agotado todo lo que la palabra puede expresar" [4], haga del silencio el lenguaje esencial y de cuanto calla, la voz más tersa de lo absoluto.


Sandra Cornejo

1 Edmond Jabès
2 Dante Alighieri
3 William Blake
4 Sung Chih Wen

El foso


Respiré por última vez el aroma de los eucaliptos
y pasé bajo el arco donde estaba escrito: Aquí termina el mundo.
¿Dónde estamos? -preguntó el niño que todavía no había nacido.
En ninguna parte -contestó el hombre que ya había muerto.
Y señalando en el medio del campo un inmenso foso
agregó: Todos saldrán por ese mismo lugar.
¿Dónde estamos? -preguntó el hombre escondiendo los ojos en el bolsillo de la chaqueta.
En ninguna parte -contestó la mujer plegando su cabellera como un mantel.
En ese momento el viento cambió de dirección
y sentí por primera vez el olor de la nada.
Y ese olor nos atormentó durante el resto de la jornada, y la jornada siguiente,
y todas las que siguieron hasta el fin de nuestros días.
¿Dónde estamos? -preguntó el hijo templando las cuerdas de las alambradas.
En ninguna parte -contestó el padre pasando una esponja sobre los árboles.
Pero los veteranos, encendiendo fogatas, se ponían a cantar
y todo parecía un alegre campamento de verano.
¿Dónde estamos? -preguntó el muchacho con el cordero sobre los hombros.
En ninguna parte -contestó la muchacha con el ramo de
nomeolvides en el pelo.
¿Cómo podíamos cantar mirando día y noche el negro foso?
Un día, sin embargo, el aire amaneció fragante;
olía a almidón, a cabello de mujer recién lavado,
acaso porque ese día ella descendió por el negro foso.
¿Dónde estamos? -preguntó el niño con el rayo de sol entre los dientes.
En ninguna parte -contestó el anciano revolviendo el caldo negro de la memoria.
Ese día, en cuclillas junto al fuego, empezamos a cantar.
Cantábamos bajo las duchas de la luna llena,
cantábamos pelando papas infinitamente oscuras,
cantábamos separando la uña de la carne.
Aun el último día entre los vivos cantamos.
En fila india, con el clavel de los mansos en el corazón,
caminamos lentamente hasta el borde del pozo.
¿Dónde estamos? -preguntó la niña que dormía con el ave fénix en sus brazos.
En ninguna parte -contestó la madre con el balde de olvido sobre la cabeza.
Así, tomados de la mano, esperamos el amanecer
y bajamos cantando a la eternidad.


Horacio Castillo
De Alaska, 1993

Aquí termina el mundo


1. Llego aquí por la mañana

Llego aquí por la mañana, bien temprano,
y voy a buscar mis herramientas.
Mi tarea es cavar un pozo cuya hondura
no se mide en pulgadas ni centímetros,
bajar la negra caja hasta el fondo
y cubrir con la tierra removida.
Todos los días cavo uno, dos, tres,
cuatro… pozos idénticos,
fortalecido por el esfuerzo rutinario;
cavo sin emoción ni pensamiento algunos.
El sol, la lluvia, el frío, la ventisca,
saben que mi tarea no consiente excusas.
Finalizada la jornada, vuelvo a mi casa
y me emborracho despreocupadamente,
con la tranquilidad del que ha hecho un buen trabajo.

Palabra del sepulturero.

2. Como quien busca una reliquia

Todos los días cavo un pozo en la tierra
como quien busca una reliquia antigua,
cavo obstinadamente,
cavo sin parar,
cavo y cavo…

Y todos los días meto a uno desalmado dentro
y allí lo dejo a oscuras, solo,
para que los gusanos
hagan filosofía
a su manera.

Palabra del sepulturero.

3. La última palabra

Yo tengo la última palabra.
La última palada
y el último golpe de tierra
son mi obligada despedida.

Yo guardo la verdad que todos persiguen
y que nadie encuentra,
la que sólo heredará
mi sucesor.

Palabra del sepulturero.


César Cantoni

El pecho blanco, el pecho negro


Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.
Al despertar tomaba el pecho blanco en su mano
y acercándolo a mis labios decía: Bebe, hijo mío,
y yo bebía una leche blanca, espesa, dulcísima.
Luego apretaba entre sus dedos el pezón negro
y colocándolo en mi boca repetía: Bebe, hijo mío,
y yo bebía una leche oscura, infinitamente agria.
Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.
De día, sosteniendo el pecho blanco en su mano
como una paloma, susurraba: es la luz del mundo;
y a la noche, mientras exprimía suspirando
el pecho negro, prorrumpía: Es la oscuridad.
Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.
A veces exponía el pecho blanco al sol
y escondiendo bajo su ropa el pecho negro
canturreaba: Ésta es la leche que sacia toda hambre,
y su rostro se iluminaba con una sonrisa inmortal.
Pero mi boca buscaba otra vez el pecho negro
y tomándolo en su mano con piadosa resignación
lo ponía en mis labios diciendo: Bebe, hijo mío,
y yo bebía ávidamente la leche que da más hambre.
Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro.


Horacio Castillo
De Los gatos de la Acrópolis, 1998

La sed verdadera


De los dioses se decía que no era posible conocer su color porque éste indicaba el carácter insondable de su ser, así como para los antiguos egipcios la palabra color equivalía a esencia. "Mi madre tenía un pecho blanco y un pecho negro", dice el poeta, y si bien lo blanco y lo negro tienen infinitas simbolizaciones en todas las culturas y religiones, antiguas y modernas, es fácil reconocer que, en su mayoría, lo blanco refiere a la Vida, a lo positivo, a la luz que emana de la sabiduría mientras que lo negro nos remite a la Muerte, a lo negativo, a los enigmas de nuestra propia Sombra.

En este poema lo vital está, en principio, representado por el pecho blanco de la madre empeñada en asegurar a su hijo un camino tibio y leve, sin heridas, o, lo que sería mejor, sin misterios, sin sed de preguntas que nos enfrentan al núcleo de nuestro ser, es decir, a la inminente posibilidad de la muerte, única certeza entre lo contingente. Blanca es la leche de la Madre Tierra, dulcísima y musical, luz del mundo. Negra es la amargura de la falta.

Sin embargo, el hijo, por su propia naturaleza, porque nació "con la boca abierta a lo inefable" (como dirá Castillo en "Contrapunto", otro poema suyo que se corresponde con éste), incansablemente buscará el otro pecho. "…pero mi boca buscaba otra vez el pecho negro"-dice-, cuya leche no sacia nunca porque lo que provoca es justamente la sed de conocimiento, de verdades que jamás serán del todo reveladas al hombre, aun cuando lo constituyen o precisamente por eso.

Es la leche oscura, infinitamente agria del "deseo de los deseos", esa condición que nos separa de los animales, que nos determina y nos tienta a buscar, a buscar siempre, y siempre algo más. Porque sólo el Todo es lo verdadero -tal la máxima hegeliana- y, sediento siempre, el hombre en su finitud busca en ambas fuentes con la ilusión de vivir una existencia completa. Y es en la "Coda o romance" de "Contrapunto", donde Castillo nos devuelve lo blanco y lo negro ya no como antagonistas sino en la identificación al estilo romántico de la muerte con la culminación de la vida tan presente en Keats, en el expresionismo de Rilke, y, sobre todo, en Trackl: Un caballo blanco y un caballo negro que se intercambian las monturas al final del día, luego de haber compartido el pan y el vino.

Así, lo negro y lo blanco están entre el principio y el fin de nuestra existencia, y el reflejo de ambas orillas alimenta nuestro espíritu inquieto. Es la vida que susurra y nos ilumina con una sonrisa y es la muerte siempre latente, dándole densidad y sentido a lo que nos rodea. En esa dualidad suceden los actos humanos, y es en la conciencia de ese espesor donde los poetas beben, escupen, tragan, transforman lo líquido en palabra hasta que, final y felizmente como es el caso de Horacio Castillo, cantan.


Norma Etcheverry

En el muslo del dios


En el muslo del dios, de padre libidinoso
como todos los padres y madre, ay, fulminada
me dispongo a nacer. ¿Pero qué me trajo aquí,
a este lugar secreto donde estoy a cubierto
de toda duda, de los que exigen la prueba
que nadie puede resistir –lo patente– y se exponen
al rayo? ¿Quién me trajo aquí, lejos de todo celo,
de los que un día me despedazaron y cocieron
mis miembros en un caldero o, según otros,
–y es lo que yo creo– me condenaron al polvo?
De todos modos no podían contra mí, contra
este doble corazón que alguien prestamente recogió y lavó y guardó,
a expensas del cual ha sido reconstituido
mi segundo cuerpo, animado por la misma alma
que permaneció tres días en la profundidad del infierno
–mi alma, que la muerte no pudo corromper
y que ahora, escondida, espera la verdadera ebriedad.
Porque sin despedazamiento no hay redención, sin muerte
no hay conocimiento, y traigo como prueba este cesto de uvas,
el misterio de la planta que nace de la ceniza
y crece y se expande y ofrenda al Universo
una nueva savia: gozo, no expiación.
¡Santa luz del día y torbellino celeste
de una nube viajera: danzo, luego soy!
Y tú, ternera de la tiniebla, alza también el pie,
salta, brinca, muerde, hinca, rompe, grita,
grita conmigo, el grito que te hará nacer.
Yo he vencido al mundo: alzo el tirso y el agua se convierte en vino,
bajo el tirso y se multiplican los panes y los peces,
y una vid infinita se ramifica entre las galaxias
y colma de pámpanos el sol y las demás estrellas.
A su sombra se ha tendido la mesa, se han dispuesto
el pan y el vino y nos aprestamos a cenar:
tomad y comed, éste es mi cuerpo,
tomad y bebed, ésta es mi sangre.
Ya está en llamas la perfumada cabellera,
arde la corona de hiedra y las hojas, crepitando,
se convierte en espinas; pero el vinagre sabe a miel,
y un río de flechas corre hacia el centro mismo de la Cruz.v Tomad y comed, éste es mi cuerpo
tomad y bebed, ésta es mi sangre
y tú, perra del Paraíso, alza también el pie,
ríe, canta, gime, danza, sueña, sangra,
sangra la sangre sin principio ni fin, sangra, sangra.


Horacio Castillo
De Cendra, 2000

Señor del árbol


¿Pero qué me trajo aquí,
a este lugar secreto donde estoy a cubierto
de toda duda, de los que exigen la prueba
que nadie puede resistir -lo patente- y se
exponen al rayo?

Horacio Castillo


Cada pedazo de tierra es una construcción en ruinas
que no se repetirá nunca,
una escritura cifrada detrás de la cual
plantas y animales se encuentran por primera y última vez.
Sólo la abundancia verbal para el saber sin nombre de las piedras,
mientras la hiedra y la vid son el primer reflejo
de la eternidad en la luz, el silencio como aura: color marfil y oro,
fruto abundante entre los dientes de Artemisa.

Impasibles, los insectos se han detenido en el follaje
y sólo un árbol parece estar vivo:

-Dioniso ha sido domesticado por la mirada de Apolo-

Ahora, la sombra disminuye y el mismo árbol
conforma un único punto ante el vacío ficticio
de las manchas de sol que se expanden.
Brilla negro y blancuzco,
y es a la vez frágil y rico en movimientos
que apenas se perciben.
Ningún sonido revela la proximidad de una presencia,
y a su alrededor parece duplicarse el silencio del mediodía.
En ese instante de lamento sonriente, el porvenir es traicionado:

-Grecia es un fósil saturado de sol-

Ahora reluce la niebla y tiende un velo palpitante sobre la lejanía.
Hay cambio e intercambio; y en este paisaje demorado
se anula toda cronología.

-Pero, ¿Quién me trajo aquí, lejos de todo celo?-

Se disipó el día. Y se escucha un sonido desde la oscuridad.
Es la hora en que la vida paga el óbolo de la hoja de olivo.*
A lo lejos, entre los cipreses y los almendros,
mujeres de negro parecen flotar inmóviles.



Héctor J. Freire
* De un verso del poema Lacónico, de O. Elytis.