¿Pero qué me trajo aquí,
a este lugar secreto donde estoy a cubierto
de toda duda, de los que exigen la prueba
que nadie puede resistir -lo patente- y se
exponen al rayo?

Horacio Castillo


Cada pedazo de tierra es una construcción en ruinas
que no se repetirá nunca,
una escritura cifrada detrás de la cual
plantas y animales se encuentran por primera y última vez.
Sólo la abundancia verbal para el saber sin nombre de las piedras,
mientras la hiedra y la vid son el primer reflejo
de la eternidad en la luz, el silencio como aura: color marfil y oro,
fruto abundante entre los dientes de Artemisa.

Impasibles, los insectos se han detenido en el follaje
y sólo un árbol parece estar vivo:

-Dioniso ha sido domesticado por la mirada de Apolo-

Ahora, la sombra disminuye y el mismo árbol
conforma un único punto ante el vacío ficticio
de las manchas de sol que se expanden.
Brilla negro y blancuzco,
y es a la vez frágil y rico en movimientos
que apenas se perciben.
Ningún sonido revela la proximidad de una presencia,
y a su alrededor parece duplicarse el silencio del mediodía.
En ese instante de lamento sonriente, el porvenir es traicionado:

-Grecia es un fósil saturado de sol-

Ahora reluce la niebla y tiende un velo palpitante sobre la lejanía.
Hay cambio e intercambio; y en este paisaje demorado
se anula toda cronología.

-Pero, ¿Quién me trajo aquí, lejos de todo celo?-

Se disipó el día. Y se escucha un sonido desde la oscuridad.
Es la hora en que la vida paga el óbolo de la hoja de olivo.*
A lo lejos, entre los cipreses y los almendros,
mujeres de negro parecen flotar inmóviles.



Héctor J. Freire
* De un verso del poema Lacónico, de O. Elytis.