Los sueños de los hombres son inevitables, como lo suelen ser sus falacias. Allí, donde después se extendería la Magna Grecia, alboroto entre maestros y discípulos. La causa: descubrir la manera de medir la tierra. Tal era el dilema, cuando la emoción (que es ya una primera interpretación) se hizo lucidez en el comentario de un viajero:

"He visto en los confines del mundo un pozo recto y estrecho, cuya profundidad resulta inimaginable. Mis compañeros de hallazgo y yo supimos que las lluvias lo habían anegado porque, al dejar caer una piedra, se oyó la blanda nota del agua. Allí, sólo allí, en el instante justo, cuando el sol está más alto -pero no más lejos, porque su presencia es abrasadora-, la luz rebota en las poquísimas aguas de su hondura."

(Puede ser que la sabiduría consista en encontrar el sitio del cual partir.) La presunción de los maestros fue inmediata: con dos puntos similares a aquél, más el tiempo de recorrido del sol entre ambos, llegarían a ponerles, al fin, cifras a las distancias. Los más jóvenes apuntaron, quizás en la algarabía del hallazgo o de sus cortas edades -vaya uno a saber-, que ya no necesitaban más ni de pozos ni de anécdotas. Cuentan que antes de iniciar los cálculos y las previsiones, aquellos hombres hicieron un hoyo en la tierra, poniendo en evidencia que las grandes comprobaciones de la realidad comienzan siempre en la inspiración de una bella historia.


Abel Robino