-La historia es así: El carpintero Ernst Zimmer y su mujer se llevan de la clínica al poeta, un día de mayo de 1807 y lo cuidan en el altillo de su casa, en Tübingen, junto al río Neckar, hasta el 7 de junio de 1843, cuando muere. No sólo la locura llama la atención, sino que negaba su propio nombre y decía llamarse humildemente Scardanelli. Con ese nombre firmó, durante casi 40 años, los poemas que siguió escribiendo y que regalaba a los que lo visitaban... Hoy, hay un museo ahí mismo. Sí, en ese altillo.

-¿Se puede visitar?

-Por 5 euros hasta podés asomarte a la ventana que da sobre la cresta de los techos y el río...

Cierro mis ojos. Y escucho el batifondo del café y a los amigos que, como de costumbre, no paran de discutir. No se necesitan muchos motivos, sino algún pretexto como para que nos deje terminar una botella de vino y varias horas de pasión verbal. Desde hace rato, no nos ponemos de acuerdo sobre el cartonero que ha bajado, de repente, de una montaña ambulante de papel, para pedirnos un cigarrillo. ¿Cómo podemos sobrevivir a sus últimas palabras de despedida? Cada uno, ahora, se ha convencido de la razón que le ha encontrado.

El tipo apareció ahí, en la vereda del bar donde nos habíamos sentado esa noche anticipada de veranito. Se nos acercó y con el tono de un familiar que vive en nuestra propia casa, nos pidió un cigarrillo y como agradecimiento nos disparó, con alevosía y premeditación, estas aladas palabras: “abril, mayo y julio ya están lejos/ ya nada soy ni vivo más a gusto”.

-¡Merde!-soltó Abel, en un buen francés duramente aprendido en sus años de exilio.

-¿Eso no es de Hölderlin?- rumbeó César, mientras veíamos al cartonero alejarse en medio de una humareda.

-... y en versión del negro Silvetti Paz - rezongó Héctor.

-...y después dicen que en nuestra época no le dan bola a la poesía - retrucó alguno de nosotros, quizás yo mismo.

Eso no fue todo, sino el inicio de varias nochecitas de bar, dedicadas al tema y a la espera de que se repitiera el encuentro con aquel tipo. Pero, no sucedió. La noche se lo tragó.

La inverosimilitud parece acomodarse a nuestro tiempo más que la imposibilidad. Las astillas de lo vivido pueden encontrar un lugar en algún cajón entre buenos y malos recuerdos; dejarnos habitar, por un rato, aún en medio de la mayor miseria, el entusiasmo de una imagen, de una ventana iluminada en la noche sobre el río Neckar. El paso del tiempo, como quería el viejo Parménides, no derriba esa torre donde hay más alma que lenguaje.

Cierro mis ojos. Recito, en voz baja, el poema de Castillo. No sé por qué ha venido a mi mente. Escribir, escucho, es correr el riesgo de caer en lo oscuro. Escucho: Muchos poetas han caído en la locura. Escucho: Hölderlin vivió casi los mismos años cuerdo que loco. Escucho...

Con mis amigos, aquí y ahora, es más fácil creer que un dios se asoma a la ventana.


Osvaldo Picardo