Cuadernos orquestados

Colección de poesía

Sandra Cornejo / Todo lo perdido reaparece

Hay multitud de confusiones en torno del lenguaje. Pensado desde la literatura, una de ellas se vuelve esencial: como todo el mundo habla, algunos seres humanos, muy vocacionales y muy voluntariosos, creen que pueden escribir y decir poesía con ese instrumento con el que, mal o bien, nos comunicamos. Sólo al cabo de un tiempo advierten que no es lo mismo hablar que escribir, y que el lenguaje de la poesía está hecho y no está hecho con esa lengua cotidiana. El de Sandra Cornejo es, en cambio y sobre todo, un universo poético original, alimentado por un lenguaje muy personal, nada convencional, en el que apenas hay huellas de “lo hablado” y en el que no se advierte (mejor aún: no se nota) lo leído.

Ciertamente, hay niveles o estadios en el camino de su elaboración. Ha publicado bastante más, pero, para mí, cuentan hasta ahora dos libros fundamentales, los poemarios Sin suelo y Partes del mundo, de los que en esta edición hay algún poema seleccionado, aparte de los varios inéditos. La primera, fue todavía una poesía, no diría hermética, pero sí recogida, recoleta, interiormente biográfica aunque algo distante, casi de observadora, supuestamente ingenua (la niña), que iba abriéndose en una segunda parte hacia algunos poemas más confesionales y hasta dramáticos, lo que hacía de (con) ellos una historia. De desarraigo, sin duda, pero ¿sólo del suelo? 

Casi todos eran poemas narrativos, y cada libro, a su vez, parecía un único relato o el desarrollo unitario de un tema. La impresión se hacía más fuerte en Partes del mundo (hasta en los títulos había una continuidad literal y, si tiramos de la cuerda lingüística: “¿tú partes del mundo?”, subterránea).

Sin embargo, en este último, había un cambio de la voz poética que tenía mucho que ver con la intimidad: advenía una persistente segunda persona, extraña, que no siempre era la misma, a veces se hablaba y a veces hablaba a otro u otra; un desdoblamiento, creo, muy enriquecedor. Mucho de ello se confirma en el novísimo “Tríptico de Santiago”.

Algunos poemas eran muy bellos en su resolución: el que da título a esta colección, “La tela”, “Encuentros”, especialmente “Ahora”, acaso por su brevedad que acentuaba la condensación y la perfección de la forma, aunque había otros más extensos y más contados, como “Linaje” o “Crucis”, que no se dañaban por ello.

No es fácil para una mujer de cincuenta años, hoy, en la Argentina, en La Plata, joven y madura edad a la que se ha llegado escribiendo (aparte de criando, trabajando, educando, luchando por su lugar en un oficio y en una profesión, interviniendo siempre positivamente en la sociedad y en la cultura nacionales) seguir siendo, ante todo, poeta. Hay que reconocerlo: aún para Rainer María Rilke, para Thomas Stearns Eliot, para el mismísimo Jorge Luis Borges, fue infinitamente más fácil. Y esto no habla de la calidad, sino del trabajo para obtenerla.

Pero, para quien vive la escritura “como un estado de reparación”, todo eso supone, más que una atadura, una felicidad suprema. Una bonanza de la tarea cotidiana, del esfuerzo, del “oficio” pavesiano. En el caso de Sandra Cornejo, dicho esfuerzo pasa por el trabajo titánico de la forma, por la búsqueda para que ésta corresponda a la materia como una hoja, un animalito o un diamante, lo que hace a las obras logradas, siempre aparentemente naturales en su plasmación.

Minuciosa, febril, obsesiva y empecinadamente, ella elabora y reelabora sus textos hasta la anhelada perfección, y eso va constituyéndola en una de las voces más respetadas, más auspiciosas y esperanzadoras de la poesía de hoy.


Mario Goloboff
Buenos Aires, abril de 2012

Un abedul

Un abedul
cuando llueve,
una arboleda que aclara
al arañar la pista
y desciende el avión en un aeropuerto
donde las mujeres beben vodka
a las seis de la mañana hora local

Era acogedor el frío
aunque temible
Cantabas en mi idioma
pero con otro acento
Afuera la hilera de abedules
los aviones solos sobre el cemento mojado

Detrás de las cabinas
los soldados
te miraban cantar

Algunas veces, por un instante
la historia debería sentir compasión
y alertarnos


(De Sin suelo, 2001)
Sandra Cornejo / Todo lo perdido reaparece

Todo lo que buscabas

Todo lo que buscabas
era una huella en la nieve

no imaginaste que al cruzar la frontera
el percutor gatillaría a tu animal
como a un gato montés
o una liebre

alguien lo había intuido
con una vela encendida
en una habitación cerrada,
al salir
te asombraron esos seres,
no eran tu padre
ni tu madre
ni quien ocupara un lugar
en tu cuerpo

¿Qué querías,
fragor o tersura?
Al puerto de aguas profundas
no irías por las aguas del deshielo
irías al embalse
cuenco turbio, hondo
susurro pidiéndote que caigas

Animal desarmado
buscabas un cuerpo a la intemperie
su huella
en época de caza


(De Sin suelo, 2001)
Sandra Cornejo / Todo lo perdido reaparece

Todo lo perdido reaparece

Descorre
lo que separa un mundo de otro
quita el velo
y todo lo perdido reaparece

la vida se muestra
para que el ojo la alcance

abre
lo que separa
un mundo de otro
(lo perdido)

retoma la sutura
cose
la tela que será de alguna forma mejorada.


(De Partes del mundo, 2005)
Sandra Cornejo / Todo lo perdido reaparece

Preguntas y una respuesta a May S.

“Because what I want most is permanence.”
May Sarton


¿Y si cada imagen desapareciera,
incluso
el papel y la lumbre?

¿Y si su primera caricia
no hubiera llegado hasta aquí?

¿Y si sólo un remoto quejido
en la espesura
nos hablara?

¿Y si la permanencia,
decididamente,
no fuera posible?

Deberíamos igual escribir
sobre la oscuridad
como lo hace la luz del pabilo.


(De Partes del mundo, 2005)
Sandra Cornejo / Todo lo perdido reaparece

Tríptico de Santiago

I

Bajo los árboles entrelazados, una paloma. Cierta y gris.

En el Parque Forestal
cerca de la calle Monjitas
Lila y la mejor de las suertes
me confían este Infarto del alma
que leo sobre un banco.

No reconozco los humores de aquellos
que parecen desdoblar
sus gustos. O cambiar de frase en frase.
Sé que este libro
buscado por años
en su primera hoja dice:
Te escribo.
¿Has visto mi rostro en alguno de tus sueños?

Y eso basta.

Puede que nadie sea reconocible
pero aquí, entre las hojas,
se afianza una íntima paz.

II

Me gustaría hablar con alguien
alguien que se acerque
que se siente junto a mí en este banco del parque
y me hable
en un idioma amigo
sosegado
como esta paloma que abajito me mira
y me conversa.

III

A veces, ser otra es una buena costumbre.
Inmigrante en una misma.
Los ojos como si fueran nuevos.
La mano que aprieta levemente
lo ajeno en una mano propia.
La otra que anda por ahí
sola, abandonada de una.
Esa que
retirándose del sitio que le dio cobijo
junta las palmas, agradece
observa el espacio, memoriza

conserva la inmensa prontitud
su presencia
cuando la paloma se lanza hacia la copa
del árbol trenzado sobre su cabeza
y se va
abrigadísima de Dios.


Santiago de Chile, noviembre de 2011
(Inédito)

Sandra Cornejo / Todo lo perdido reaparece

Un pozo

Como el viento que cada temporada empezaba a soplar con mayor intensidad, las imágenes de su recurrente pesadilla se repetían más fuertes cada año. Una y otra noche un cuerpo –el suyo– se entreabría en medio del espeso oleaje de agua turbia desesperado por alcanzar la orilla –imperceptible muro al que lamía, invariablemente, un líquido marrón–.

Al despertar, no sabía si en el final –si es que el sueño tenía un final– la persona que braceaba en medio del turbulento mar, confundido con la noche, era una premonición o una amenaza. Tampoco sabía si esa figura pataleando en el limbo de su pesadilla lograría llegar al borde. Suponiendo la existencia de un borde.

Había imaginado que regresaría en invierno, y allí estaba, sobre el filoso camino de cornisa, a pocos kilómetros de la casa. Mientras el auto doblaba la curva más estrecha, una bandada de gansos, sobre las copas de los plátanos centenarios, seguía en vuelo lineal a su líder. Erguidos, altos, los troncos de esos árboles que bordeaban el último tramo del trayecto, le recordaron el sueño de la noche anterior: entre la borrasca había un barco, una silueta cansada cerca de los arrecifes, un andamiaje que sostenía apenas algo parecido a una persona. También pudo ver agujeros en el agua, profundos remolinos que se abrían alrededor, y en mitad de la imagen, una vara, una especie de molino incierto que hacía de torre de los vientos. Recordó, mientras avanzaba hacia la casa, haber leído alguna vez que los beduinos creían que el espíritu maligno se escondía y cabalgaba en los remolinos de viento, y porqué no en el centro de los remolinos de agua, pensó.

Habitualmente, al despertarse, no sentía miedo, sólo extrañeza. Si bien en realidad nunca pudo aprender a nadar, en su pesadilla nadaba con una destreza notable. Algunas veces, en su sueño, caminaba con evidente pericia muy cerca del precipicio mohoso; otras, mientras la altura del agua crecía a marejadas, observaba con una quietud ancestral el inminente peligro. Algunas noches tenía que lanzarse sobre la profunda masa acuosa, bracear desde una oscuridad oceánica hacia otro risco. En pocas ocasiones había gente alrededor, apariencias tranquilizadoras. De vez en cuando cargaba otros cuerpos sobre el suyo, los llevaba hacia alguna parte segura por un diminuto camino que se alzaba sobre el agua, un sendero suave de piedras o arena o ripio o troncos que nacía desde lo hondo y se extendía bajo sus pasos como una cuerda que se desovilla.

Atardecía. Al llegar a la casa largamente abandonada, comprobó, con alivio, que aún estaba allí –cerca y detrás y a pesar de los años– el sereno y profundo pozo de agua estancada. Familiar, sereno y seguro pozo de agua estancada, murmuró, mientras sacaba su bolso del baúl. Era agosto y sus borceguíes chirriaron sobre la escarcha. Como un alfarero improvisado, sin conocimiento de la materia a la cual se acercaba, corrió los postigos y empezó a hacerse un sitio dentro de los cuartos. El frío le llegó a la garganta y no pudo evitar una sensación antigua. Afuera, los plátanos crujieron en sus ramas más altas, era la hora que precede al anochecer, cuando todavía cierta luz divide la plena oscuridad de las sombras. Se distrajo mirando los árboles balancearse con una fortaleza inaudita, así permaneció, viéndoles moverse bajo un cielo tormentoso, hasta que las ramas se convirtieron en manchas borrosas detrás del ventanal.

En esos detalles recordó ciertos signos del pasado. Los desapacibles colores de entonces empezaron a trazar dos caras bajo sus párpados: dos niños, no mayores de ocho años, con un par de cantimploras y algunos sándwiches, caminaban hacia los arrecifes, sonrientes. Uno de ellos –el rostro más difuso en su memoria– se apresuraba, inquieto, sobre las rocas. Era quien decidía invariablemente cuáles troncos elegirían para cruzar la grieta de la montaña. El otro simplemente seguía las pisadas. En alguna parte las huellas se perdían, nieve acuosa convertida en barro. Nadie.

Se movió con calma. El viento, la casa, el silencio, lentamente restauraron su mundo. Cerró las cortinas y encendió la estufa. La penumbra se esfumó de los espacios cercanos. Releer otra vez aquel tiempo, murmuró.

Afuera, sobre la superficie del pozo, empezó a soplar una leve brisa.


(Inédito)
Sandra Cornejo / Todo lo perdido reaparece

Dolor primario

La escuela estaba en silencio. Apenas el viento afuera y la montaña, la ladera que observaba el corredor, desde los ventanales, a través de las puertas abiertas. ¿Era largo el corredor? No recordaba, sí recordaba que era larga la mirada de la montaña.

Al entrar, fue extraña esa sensación de quietud en un espacio donde generalmente imperaban los gritos, el apuro, el movimiento de los guardapolvos, las pisadas. En medio de aquella brumosa calma, la señorita M avanzó rápidamente por los fríos pasillos que conducían a la sala de música. ¿Era realmente la señorita M quien caminaba por los corredores vaciados? El silencio –aún luego de la presumible aparición– permanecía en las paredes y en las aulas.

Página catorce, por favor, y marcá bien los acentos. La frase creció en su cabeza como una campanada. Se mezcló con otras órdenes en la pizarra negra de su memoria. Pero ahí estaba, cierta clase de palabras empezarían a borrarse, una a una, desde las más simples hasta las más opacas; las enfermas perderían sentido, contornos, y se asentarían, traslúcidas, en el fondo de las mareas de su mente.

Hacía frío, un sol naranja se escurría detrás de los vidrios, entre las ramas. Al ver tanta luminosidad, sonrió. Ya no era un niño, ya no estaba a merced del timbre, las tareas, la amenaza de los otros. Miró hacia la sala de música. ¿Sería aún la sala de música? No había ningún indicio, y mucho menos un piano. Lugares intercambiables en la realidad, pero permanentes en el paisaje de la historia de un niño.

Al salir, cerró despacio. En el camino avanzó hacia la montaña. Esta vez la voz de la señorita M se levantó por encima de todas las demás, matizada, brillante, llena de expresividad. De todos modos, su presencia inalterable se desvanecería detrás. Como la escuela.


Con agradecimiento a Katherine Mansfield
(Inédito)

Sandra Cornejo / Todo lo perdido reaparece