La escuela estaba en silencio. Apenas el viento afuera y la montaña, la ladera que observaba el corredor, desde los ventanales, a través de las puertas abiertas. ¿Era largo el corredor? No recordaba, sí recordaba que era larga la mirada de la montaña.

Al entrar, fue extraña esa sensación de quietud en un espacio donde generalmente imperaban los gritos, el apuro, el movimiento de los guardapolvos, las pisadas. En medio de aquella brumosa calma, la señorita M avanzó rápidamente por los fríos pasillos que conducían a la sala de música. ¿Era realmente la señorita M quien caminaba por los corredores vaciados? El silencio –aún luego de la presumible aparición– permanecía en las paredes y en las aulas.

Página catorce, por favor, y marcá bien los acentos. La frase creció en su cabeza como una campanada. Se mezcló con otras órdenes en la pizarra negra de su memoria. Pero ahí estaba, cierta clase de palabras empezarían a borrarse, una a una, desde las más simples hasta las más opacas; las enfermas perderían sentido, contornos, y se asentarían, traslúcidas, en el fondo de las mareas de su mente.

Hacía frío, un sol naranja se escurría detrás de los vidrios, entre las ramas. Al ver tanta luminosidad, sonrió. Ya no era un niño, ya no estaba a merced del timbre, las tareas, la amenaza de los otros. Miró hacia la sala de música. ¿Sería aún la sala de música? No había ningún indicio, y mucho menos un piano. Lugares intercambiables en la realidad, pero permanentes en el paisaje de la historia de un niño.

Al salir, cerró despacio. En el camino avanzó hacia la montaña. Esta vez la voz de la señorita M se levantó por encima de todas las demás, matizada, brillante, llena de expresividad. De todos modos, su presencia inalterable se desvanecería detrás. Como la escuela.


Con agradecimiento a Katherine Mansfield
(Inédito)

Sandra Cornejo / Todo lo perdido reaparece