Como el viento que cada temporada empezaba a soplar con mayor intensidad, las imágenes de su recurrente pesadilla se repetían más fuertes cada año. Una y otra noche un cuerpo –el suyo– se entreabría en medio del espeso oleaje de agua turbia desesperado por alcanzar la orilla –imperceptible muro al que lamía, invariablemente, un líquido marrón–.

Al despertar, no sabía si en el final –si es que el sueño tenía un final– la persona que braceaba en medio del turbulento mar, confundido con la noche, era una premonición o una amenaza. Tampoco sabía si esa figura pataleando en el limbo de su pesadilla lograría llegar al borde. Suponiendo la existencia de un borde.

Había imaginado que regresaría en invierno, y allí estaba, sobre el filoso camino de cornisa, a pocos kilómetros de la casa. Mientras el auto doblaba la curva más estrecha, una bandada de gansos, sobre las copas de los plátanos centenarios, seguía en vuelo lineal a su líder. Erguidos, altos, los troncos de esos árboles que bordeaban el último tramo del trayecto, le recordaron el sueño de la noche anterior: entre la borrasca había un barco, una silueta cansada cerca de los arrecifes, un andamiaje que sostenía apenas algo parecido a una persona. También pudo ver agujeros en el agua, profundos remolinos que se abrían alrededor, y en mitad de la imagen, una vara, una especie de molino incierto que hacía de torre de los vientos. Recordó, mientras avanzaba hacia la casa, haber leído alguna vez que los beduinos creían que el espíritu maligno se escondía y cabalgaba en los remolinos de viento, y porqué no en el centro de los remolinos de agua, pensó.

Habitualmente, al despertarse, no sentía miedo, sólo extrañeza. Si bien en realidad nunca pudo aprender a nadar, en su pesadilla nadaba con una destreza notable. Algunas veces, en su sueño, caminaba con evidente pericia muy cerca del precipicio mohoso; otras, mientras la altura del agua crecía a marejadas, observaba con una quietud ancestral el inminente peligro. Algunas noches tenía que lanzarse sobre la profunda masa acuosa, bracear desde una oscuridad oceánica hacia otro risco. En pocas ocasiones había gente alrededor, apariencias tranquilizadoras. De vez en cuando cargaba otros cuerpos sobre el suyo, los llevaba hacia alguna parte segura por un diminuto camino que se alzaba sobre el agua, un sendero suave de piedras o arena o ripio o troncos que nacía desde lo hondo y se extendía bajo sus pasos como una cuerda que se desovilla.

Atardecía. Al llegar a la casa largamente abandonada, comprobó, con alivio, que aún estaba allí –cerca y detrás y a pesar de los años– el sereno y profundo pozo de agua estancada. Familiar, sereno y seguro pozo de agua estancada, murmuró, mientras sacaba su bolso del baúl. Era agosto y sus borceguíes chirriaron sobre la escarcha. Como un alfarero improvisado, sin conocimiento de la materia a la cual se acercaba, corrió los postigos y empezó a hacerse un sitio dentro de los cuartos. El frío le llegó a la garganta y no pudo evitar una sensación antigua. Afuera, los plátanos crujieron en sus ramas más altas, era la hora que precede al anochecer, cuando todavía cierta luz divide la plena oscuridad de las sombras. Se distrajo mirando los árboles balancearse con una fortaleza inaudita, así permaneció, viéndoles moverse bajo un cielo tormentoso, hasta que las ramas se convirtieron en manchas borrosas detrás del ventanal.

En esos detalles recordó ciertos signos del pasado. Los desapacibles colores de entonces empezaron a trazar dos caras bajo sus párpados: dos niños, no mayores de ocho años, con un par de cantimploras y algunos sándwiches, caminaban hacia los arrecifes, sonrientes. Uno de ellos –el rostro más difuso en su memoria– se apresuraba, inquieto, sobre las rocas. Era quien decidía invariablemente cuáles troncos elegirían para cruzar la grieta de la montaña. El otro simplemente seguía las pisadas. En alguna parte las huellas se perdían, nieve acuosa convertida en barro. Nadie.

Se movió con calma. El viento, la casa, el silencio, lentamente restauraron su mundo. Cerró las cortinas y encendió la estufa. La penumbra se esfumó de los espacios cercanos. Releer otra vez aquel tiempo, murmuró.

Afuera, sobre la superficie del pozo, empezó a soplar una leve brisa.


(Inédito)
Sandra Cornejo / Todo lo perdido reaparece