La poesía de Marcelo Vernet entra en la proximidad y remite de algún modo a la imagen descripta por John Berger en su libro Mirar: “El leñador y la mula están avanzando. Sin embargo, en el cuadro están representados casi estáticos. Apenas se mueven. Lo que se mueve es el bosque”.

Ese bosque que se acerca coloca al sujeto neutral ante su propia memoria, un campo de emociones que limita en cierto modo sobre el portal de la misma especie: “Han muerto los grandes sueños que todo lo devoran”.

Lo onírico será un tramo de su discurso poético y lo ayudará a la captación de su mundo físico, relacionando dos espacios que estaban destinados a separarse.

Su poesía es una pequeña antología del recuerdo, de las crisis, de lo que pudo probarse y todo aquello que no pudo sujetarse, imbricado siempre a la identidad, al momento referencial del ser:
Hubo una vez un tiempo,
una manera de lluvia sobre los techos,
una forma de hablar que conmovía el corazón (…)


Por momentos, el lenguaje se presenta como despedida, como parte de lo inabarcable de la poesía; un recurso donde desembarcan las palabras traducidas en voces que hablan otras lenguas.

El tiempo psíquico se demora y el hombre escribe: “Ahora es tiempo de recordar los viejos compañeros”. Y es precisamente en ese ri-cordis que Vernet vuelve al corazón para hablar de la patria, de la infancia y lo hace con el ritmo que le imprime la vida misma y con el adiós donde no hay hallazgos sino olvido.

Marcelo Vernet busca y se reconoce en las pasiones y en las imágenes que trazan una línea imaginaria entre los lectores y su otra historia:
Aunque siga latiendo ya se ha ido
la hora de nuestro corazón (…)


Su poesía es un viaje, un tránsito de vendedores de milagros en sus trenes, citados con un dejo de religión; es decir, volver a ligar con su propia sangre los sitios del amor y del dolor.

Su tiempo de poeta, está henchido con un atisbo de ironía en la lógica que dice haber aprendido en su escuela secundaria donde, posiblemente, encontrara su primer exilio de palabrista.

Vernet, poeta, desafía las distancias como su padre lo hiciera con su padre al alba; y es entonces que su locución se vuelve circular y dinámica: “Pasen la voz, estamos vivos”.

El hombre lleva al poeta hacia el sur, un territorio embebido de zozobra por la belleza que no se silencia, por el color de los dedos manchados de tabaco, por la cercanía de lectores que llueven como el agua y pasan sin leer.

El poeta transita y en una casa encuentra todas las casas del mundo; y es una multitud in absentia; pero que a su vez es ese bosque que para Heidegger simbolizara los trazados diferentes de la realidad y que lo llevaran a afirmar: “Los leñadores y los guardabosques conocen los caminos. Ellos saben lo que significa encontrarse en un camino que se pierde en el bosque”.

Vernet emprende senderos casi vecinales en su memoria sureña y encuentra mujeres silenciosas, hombres que no ríen y de los cuales “fluyen las palabras como mercancías”.

Este poeta está en su tiempo, en las voces extranjeras que se anuncian como un topógrafo y que lo llevarán al patio de la infancia; y aun así, el hombre cumple con nombres trabajados por el olvido:
Aunque no hay viento
entrecierran los ojos para ver a lo lejos.


Una imagen del alma del hombre al margen de las transformaciones; el mismo que vigila desde su mirador el mundo que amaba.

El universo está vivo, parece anunciar; y es por ello que recurre a diferentes situaciones temporales: pasa del presente al futuro jugando con la transición del tiempo que le permite abarcar su vida irremediable y profética:
Si aunque llegue el invierno él mantiene su guardia,
si el aire no se quiebra de pronto en su garganta, sé que nadie
morirá en esta casa.


Leer a Vernet es encontrarnos sometidos al ciclo de las revisiones:
Avisen que vamos llegando.
Pasen la voz, estamos vivos.


Ángela Gentile


Marcelo Vernet / Profeta menor