Recuerdos y relecturas de Ángela Gentile

En 1978 yo estaba recién licenciado del servicio militar, amargado por las cosas que había tenido que vivir y con ganas de dedicarme de lleno a la poesía. En La Plata ya existía el grupo Latencia, que ese año convocó a un encuentro de jóvenes poetas que fue un poco mi bautismo literario. Yo no conocía prácticamente a nadie, salvo a los miembros de Latencia y algunos de los que habían participado en el convite. Alguien, por suerte, lo conocía a Norberto Silvetti Paz, y éste nos presentó en un acto en el Jockey Club a Horacio Castillo. El deseo de seguir conversando con él me llevó una noche a Berisso, en donde Horacio Castillo tenía una especie de taller literario. Allí la conocí también a Ángela Gentile. Aunque la amistad no surgió entonces, sino unos años más tarde, no deja de ser una extraña coincidencia que yo la recuerde siempre relacionada a la figura de Horacio Castillo y que uno de los pilares de nuestra amistad haya sido en todo tiempo ese amor compartido por el que considerábamos nuestro común maestro.

Es probablemente de Horacio Castillo que a Ángela le viene, si no el descubrimiento, al menos el regusto por los clásicos. “A esta autora –escribió Luis Toledo Sande– no podrá recriminársele el incumplimiento de un requisito que Gabriela Mistral consideraba fundamental en la formación de un poeta, de un escritor: el haber comido ‘del tuétano de buey de los clásicos’, que para la chilena era ‘alimento formador de la entraña’, ni punto menos”. De allí que toda su poesía esté llena de referencias veladas o explícitas al mundo antiguo: “Aquel día, junto al afluente, repetíamos himnos / por el sendero donde la belleza desplegara su peplo. / El sonar de remos extranjeros nos detuvo. / Decididas cantamos, mientras los gentiles desembarcaban / en nuestro mundo pagano. / Pronto, los viajeros reposaron en sus naves / y nosotras danzamos en sus sueños. / Un cuerno de marfil nos alertó / y regresamos al eterno jardín de oro”. Pero el de Ángela Gentile es un mundo antiguo difícil de identificar, su Etruria o su Constantinopla no son las de la historia ni las de los mapas, ella crea su propia mitología, y sus poemas son como reliquias, como pequeños restos de una remota cosmogonía: “El hombre recogió la horma de antiguos atenienses, / arrojó los cueros al fuego y destinó el calzado / al de los pies alados que hablaba así / sobre la toma de Constantinopla: / “A la noche sacamos los íconos, los huesos / de los santos, cruces y pedrería, las reliquias…”

La voz de Ángela es una voz extraña. La voz de su persona y su voz de poeta. Hicimos juntos muchos viajes literarios de los que me quedó, entre otros recuerdos, el de su voz hablándome desde la oscuridad. Así parece ser también su poesía, una voz que habla desde la sombra, sin exaltaciones, pero siempre con algo de sobrenatural y misterioso: “esta gravedad de seda entre aguas oscuras, / este involuntario atardecer. // Aquel regreso de marinos arrebatados a la historia, / aquellas miradas bizantinas, / aquel paisaje de aire // por donde las magias nacieron / junto a la noche atrapada entre el índice y lo bello.” Creo que es verdad, y coincidente con lo que he dicho, el comentario que le hiciera Guillermo Ara: “Su poesía es una voz cercana a la que supongo usó el hombre del primer vagido para nombrar un mundo todavía caótico y acechante”.

Ángela escribe poco, apenas cuando llegan esas “ocasiones” de las que hablaba su querido Eugenio Montale. Escribe poco y publica menos, creo que cuanto tiene impreso ha sido por presiones de sus amigos. Difícil tarea lograr que Ángela participe en una mesa de lectura, que acceda a la presentación de un libro. Algunos de sus poemas llegaron a Guillermo Ara, a Rodolfo Alonso, a Inés Malinow, a José María Castiñeira de Dios, a Ulyses Petit de Murat, a Roberto Juárroz, a Ana Emilia Lahitte, a Umberto Eco, por supuesto que a Horacio Preler y a Horacio Castillo. Deberíamos preguntarnos si en el fondo Ángela Gentile “cree” en la poesía, al menos con la misma unción que otros poetas de su generación, que es también la mía. O si piensa que el poeta debe hacer su labor lejos de “las piras encendidas” y “los becerros sagrados”. Es lo que parece insinuar en el poema titulado “Cerca de los bordes se equilibra la vida”, que termina diciendo en referencia al poeta: “A su derecha se acomodó la fama / por su lengua se exiliaron las palabras. / A su izquierda, una musa buscaba / en su desnudez lo no escrito”. Quizás Ángela haya llegado a la conclusión de que en la poesía el silencio tiene a veces más peso que el fárrago de palabras y que, como yo alguna vez también dije, las cosas más hondas, más terribles o felices que nos aconteces en la vida se quedan por lo general sin registro.

Y sin embargo, el poema. Y sin embargo, la palabra. A pesar de todo, contra toda tentación de afirmar su inutilidad, su precariedad. Desde hace muchos años, Ángela se dedica a la noble tarea de promocionar la lectura, no la de sus libros, sino la lectura creativa universal. Cree que esta actividad irá construyendo de a poco una humanidad más humana. Mientras tanto escribe, poco. Mientras tanto publica, mucho menos. Voz extraña de nuestra generación del 70, llena de inflexiones oscuras, descreída muchas veces del valor de lo que hace. Ángela escribe con la libertad de quien sabe que no se juega en cada palabra la trascendencia, que si un día a la derecha se sienta la fama, o la belleza en sus rodillas, diría Rimbaud, será por puro azar. Cosas que otros también intuimos, pero no nos arriesgamos a decir.


Guillermo Pilía
Septiembre de 2012