Las cosas tienen finales y principios, dijo Ezra Pound.

Comencemos entonces por el final.

Una noche de verano, en una ciudad europea –cuyo nombre no es necesario precisar porque para un poeta, en tiempos en que la madre de la imbecilidad vive siempre embarazada, casi todas las ciudades son extranjeras por propia decisión– intercambiábamos más dudas que aciertos, el poeta y artista plástico Abel Robino y quien esto escribe.

Los temas eran previsibles y quizá triviales para un observador despejado de mundo: el tiempo, el destino, la palabra, las durezas y glorias de la cotidianeidad, el cirquito del arte espurio.

Con el transcurrir de la charla, tuve la certeza de que Abel Robino y yo, por vías separadas, habíamos tomado El tren equivocado en algún momento de nuestras vidas.

Guillermo Lombardía Lo antedicho no es retórica y mucho menos síndrome de culteranismo intelectual. Éramos dos seres plenos a nuestra manera y ajenos a los triunfalismos terrestres. Lejos, por gracia de algún dios que desconozco, de “los hombres huecos”.

En homenaje al poeta Guillermo Lombardía, a quien voy a celebrar más que prologar, tuve en un instante –un relámpago de la memoria– la convicción de que Robino, único exiliado sin excusas que conozco, “vivía” más en la Argentina que un transculturalizado como yo, confieso sin mucho pudor.

Y en el medio de esta encrucijada, se instaló Guillermo Lombardía entre ambos con “El tren equivocado”.

Yo no fui amigo de Guillermo Lombardía por el simple hecho de no haber compartido, por razones ajenas a los dos, momentos de todos los días y tragedias recurrentes en nuestro país, “Allí donde se inmolan los corazones limpios/ mientras suena la música de los torturadores”.

Cuando regresé al país me enteré de que Guillermo Lombardía había partido en su propio tren, equivocado o no, y nos había dejado sus poemas: responsabilidad de su palabra en la tierra.

La precaria realidad dice que Guillermo Lombardía nació en Avellaneda en febrero de 1952 y que publicó en 1996 “El juego insensato” en 1966 y “Eterna marea” en 1998. Agrega alguna nota editorial que fue periodista. La palabra esencial, como es la poesía, tiene sus propias biografías y sus propias reglas.

Guillermo Lombardía alcanzó un destino feliz: fue el poeta, a mi juicio, de un solo libro, prueba de su talento y discreción, “en el azar fastuoso de la eterna marea” y “en ese interminable bazar de la existencia” y en el que cada vez menos interesa “brindar a la salud de cada nacimiento”.

El libro a que me refiero es “Eterna marea”, donde el poeta condensa toda su filosofía existencial, su devenir entre nosotros, y su sentido solidario y rebelde. Con lucidez dice Francisco Madariaga, en el prólogo del citado libro: "Si aprendemos el manejo de esta arma, podríamos trajinar por las veredas más solares de este planeta".

Recuerdo que cuando tuve el extraño honor de presentar este libro –yo no era parte del círculo íntimo de poetas de Guillermo Lombardía y tampoco un nombre de marquesina– destaqué el hecho que el lenguaje de Lombardía ostentaba una frescura existencial tan profunda como inusual, sin estridencias, sin altisonancias, pero que nos rodeaba, nos envolvía y nos llevaba al centro de todo lo que importa.

A mi modo, tuve la oportunidad de agradecer a Guillermo que, sin retarme, sin gritarme, sin sentenciarme, me permitiera como lector agradecido participar de “esta mágica inconciencia/ donde se desvanece el absurdo de vivir./ Que no me gane el sueño./ Que a mí también me bañe el agua de la fiesta”.

La vida es “el gran ojo azul escudriñante”. Guillermo Lombardía vivió en ese centro, aun en los momentos más críticos de sus días cuando su poesía, de un lenguaje conversacional, coloquial –o simplemente libre de afectaciones en boga– intentó quizá por “un oscuro mandato de expiación” o por “la fiebre que me lleva” una poesía que me excluía como interlocutor válido.

Por correo electrónico me hizo llegar unos poemas que reclamaban por sí de prescindir con justicia de toda consideración literaria. El poeta dialogaba con la trascendencia, quizá con un arrebato místico ajeno hasta entonces en su obra. Y ante esa instancia, a menos que uno sea un tonto irredento, todo se vuelve superfluo porque “alguien quiere seguir soñando bajo la luz del mundo”. En esa confluencia nos encontramos, sin vernos la cara nunca más, pero fieles a la dicha, o la desgracia, de la palabra.

Comenzamos por el final, terminemos por el principio.

Guillermo Lombardía: “duele tanto saber/ que no has visto la gloria de este roble”, que son tus palabras. En ellas alumbraron y relumbran, “la bella idea de la rebelión/ o el sueño de morir su propia muerte”. Y así fue como participaste, jocundo y burlón, en una charla que no esclareció tal vez nada pero que hizo felices una noche de verano a dos ignotos pasajeros de un envidiable “tren equivocado”.


Osvaldo Ballina
La Plata, febrero de 2008