César Cantoni nació en La Plata en 1951. Publicó varios libros de poemas como Confluencias (1978), Los días habitados (1982), Linaje humano (1984), La experiencia concreta (1990), Continuidad de la noche (1993), Cuaderno de fin de siglo ( 1996), Triunfo de lo real (2001) y La salud de los condenados (2004). Si bien es cierto que por vecindad se lo ha identificado con La Plata y con el imaginario provinciano de “la ciudad de los poetas”, no es menos cierto que su poesía rebasa esos límites fáciles y concesivos. Así como la de Castillo, Preler, Ballina o Robino.

Hay una geografía de la escritura poética donde se determina el mapa César Cantoni construido por la experiencia individual, pero no necesariamente debe coincidir con ciudades y grupos sociales. Es una zona imprecisa que, al contrario de lo que se piensa comúnmente, nos confunde más que ilumina.

No deja, por ello, de ser una instancia de nuestro mundo acontecido en su fugacidad y su despojo. Ahí regresamos con los fantasmas de la memoria, tanto como con la lectura y con la palabra, para engañarnos con una lucidez que sólo existe en el objeto de nuestro afán: el texto. Esta zona imprecisa de la existencia no la barre el viento o la historia de un país. Por el contrario, la historia y esa dignidad que reposa en “los huesos, con su destello mineral/ de piedra pulida por la lluvia” (de La experiencia concreta) se vuelven incertezas que motivan la persistencia en el poema.

La poesía de César Cantoni habita esa geografía de la escritura que comparte con una tradición argentina afincada desde fines de los años 40, en la obra de Joaquín Giannuzzi y proseguida, luego, en los poetas de la promoción de los 80. Los registros de esta tradición, siempre desromantizados, a veces irónicos y otras amargamente escépticos, son sumamente vastos y cubren variantes enriquecedoras en un panorama en que se dan cabida las voces de Ricardo Aulicino, Héctor Freire, Alejandro Schmidt, Ricardo Costa o Abel Robino. Esta tendencia de la poesía abreva principalmente en la poesía norteamericana de Williams y Stevens, pero no deja también de alimentarse de corrientes europeas como la de Ponge y Benn, o en las exterioristas hispanoamericanas que hallaron en Veiravé su intérprete criollo. Mal llamada neo-objetivismo, redundó en nuestros días en toda una amplia gama de epígonos hiperrealistas que se aplanaron en una superficie tautológica tras la cual difícilmente se encuentra la experiencia poética.

En el caso de Cantoni, por el contrario, el poema desata la conciencia ante los fenómenos de la cotidianeidad que, en su manifestación concreta, contradicen los grandes relatos de la historia y la metafísica. El poema a partir de entonces no es sólo un trabajo con la palabra, es la aproximación a esa experiencia del vacío y la orfandad que se trasunta detrás de la superficie árida de las palabras. Los materiales artísticos están, así, destinados a la desidealización del lenguaje literario. Este procedimiento característico está fundado por un convencimiento raigal: la intemperie de la existencia. Un ejemplo es el poema “Un surtidor en el camino”, donde leemos casi como un arte poética la pregunta: “¿Por qué un surtidor debería ser lo que no es,/ componer, acaso, una metáfora,/ encarnar un símbolo arbitrario?”. El paisaje vacío del desierto –con todo su potencial simbólico– sirve de soporte a un largo viaje en que se da el acontecimiento del mundo vivido o mundo circundante aún en su estado anterior a la conceptualización. Es el mundo que los alemanes llamaron “Lebenswelt” para definir el espacio vital de los fenómenos anónimamente subjetivos. En ese mundo anida esta poesía, para luego construir su exasperada crítica de la vida cotidiana y social: “cada banco es un lecho sombrío/ la plaza entera, un asilo de expatriados” (Intemperie, de “Cuaderno de fin de siglo”, 1996). En “La salud de los condenados” se hace explícita la sobrevivencia del testimonio de la derrota, una sobrevivencia en que cabe la pregunta por las desapariciones y la afirmación de una resistencia continua, casi eterna.

Quizás el poema “Diógenes…” que cierra esta antología nos dé la estremecedora respuesta que la lectura total nos propone desde el inicio. Volvemos a la noción de intemperie desde una perspectiva positiva, cuyo sentido se alcanza a partir de un uso primigenio. Tito Livio y los agrónomos latinos usaban esta palabra como intemperies caeli, las inclemencias del clima. Luego pasó a ser la negación de un estado deseado, el de temperatus, con el que se quería hablar de lo convenientemente distribuido y dispuesto. De ahí que la intemperie esté en el orden de lo caótico y de lo injusto. Pero en el poema, se revitaliza como condición de lo humano, como desarraigo en el orden catastrófico de la historia y sus injusticias, contra las vidas hechas a medida de lo convenido y concedido social y políticamente. Una imagen basta, entonces, para dejar aparecer la condición vagabunda del hombre, en la cual la orfandad y el vacío son asumidos con la libertad “incondicional del viento”.

Mundo e intemperie son las circunstancias de nuestras vidas. Lo demás no deja de ser falso acontecimiento con el cual se resigna la libertad. Cantoni lo sabe y lo hace saber.

Osvaldo Picardo
Mar del Plata, enero de 2005