“Todo lo mudará la edad ligera”: las marcas del tiempo en la poesía de Roxana Páez

Crying Body, de Roxana Páez, es el fruto de una breve selección realizada sobre una obra extensa, que se completa con dos poemas inéditos. A pesar de su variedad temática y estilística, hay un elemento en común que recorre todos estos textos: el tiempo, con las mutaciones y las marcas que deja su transcurrir.

Los primeros poemas, “Die Enkelin” (en alemán, “la nieta”) y “Abismos de luz”, son una evocación de la infancia en los que, junto con la ternura, aparece la amenaza de la dispersión y el abandono. Este sutil asedio, marcado por el canto de las niñas a un sol “asesino”, y por la tragedia “natural como la respiración”, parece replicarse, en otro tiempo y con otros personajes, en el último poema, que pone en escena la “errancia obligada” de los gitanos en España y Francia. Así, si en “Die Enkelin” las “nenas migrantes” son las que vuelven “a los padres pródigos”, en “Alguien va a acompañarme a la frontera” es un pueblo entero el que ha comenzado su éxodo. El tiempo, cuya única constancia (como señalaba Garcilaso) es mudarlo todo, parece, no obstante, correr de manera distinta para los gitanos de este poema:

Los coches viejos oxidándose en menos de una década
mientras el pueblo flotante de Europa camina hace mil años. […]
...Nómades malentretenidos, la historia
vuelve a empezar.


No hay palabras inocentes. Los “nómades malentretenidos” son, para el lector argentino, simultáneamente los gitanos de Europa y también los gauchos perseguidos del Martín Fierro.

Otro recurso que caracteriza a Crying Body es el del sobreentendido. El lector tendrá que asomarse a la superficie de los textos e intuir cuál es la historia que habita detrás de ellos, más allá de ellos. Como si el modo de retratar de la poesía fuese siempre opaco; un retrato familiar en sepia, el relato confuso de un sueño, una lente fuera de foco que borronea los contornos de lo visible y deja el resto de las cosas más allá del cuadro. Esto se pone en evidencia especialmente en “El suelo sigue bajando y el cielo sigue subiendo” y en “La puerta donde Eva come hormigas”, poemas que tratan, respectivamente, de la cremación del padre y la internación de la madre. En el primero de ellos, el yo lírico dice ver “en la caja después de tantos años / algo de él, que nunca / habíamos visto”. De manera análoga, en el poema siguiente el yo lírico habla de “la inmensa costura vertical / por donde su interior se hizo visible // sólo en su aspecto funcional”.

El tiempo es, otra vez, el artífice último; el que transmuta, el que cambia la esencia de las cosas, el hace visible lo que antes no podía verse. “De lo que no se puede mirar, mejor no hablar”, nos advertirá el yo lírico más adelante.

Casi al final de la antología, el yo lírico reflexionará frente a la exposición de las piedras de Roger Caillois. Las piedras son, por excelencia, el símbolo de los accidentes y avatares del tiempo: erosión, sedimentación, metamorfosis. Y son, a pesar de su dureza e inmutabilidad, marcas de la fragilidad humana, de lo provisorio de nuestra existencia. La mejor analogía para expresar esta idea aparece en el agua que contiene el ágata: “Como una vida, se puede evaporar en un segundo después / del encierro de tanto tiempo por la más mínima fisura”.

Los poemas de Crying Body son, entonces, un registro de las marcas que el tiempo deja sobre los cuerpos y la memoria. No es casual que el último poema reflexione sobre los campamentos gitanos y los relacione con los campos “de internación” de la Segunda Guerra Mundial. Al final de ese poema, la gitana que antes había sido sorprendida por el ojo indiscreto del yo lírico se convierte, ella misma, en la voz del poema: “Si me vieras en el metro / adivinarías qué soy”. Así, la última mirada del poema nos interpela de modo directo, nos sacude de nuestra indiferencia y nos invita a buscar, en la vida y en los textos, las cosas que el tiempo ha cambiado, para volverlas visibles.


Vicente Costantini
La Plata, marzo de 2015


Roxana Páez / Crying Body