El abuelo ponía de noche las tazas
invertidas.
Y dejaba el frasco de café
sobre el hule para batirlo
con azúcar de mañana.
En el garage guardaba los tachos
de miel que en el invierno
eran piedras de ámbar
que las nenas mordían sin resistencia.

Era un orfebre de las tostadas
de centeno.
En el panal de harina caliente
se derretían los citrinos.
También maceraba hojas de menta
en botellas de alcohol fino
y de mirarlas impaciente
se le hacían los ojos
aguas encerradas.

Las nenas volvían
a los padres pródigos.

Iban rosadas a los cumpleaños
de primos con flequillo
que vivían cerca de un bosque.

Se mudaron a un barrio judío
donde vendían masas de ralladura de naranja
y chocolate,
cisnes de crema

y galletita a los que se les corta y chupa
el cuello,

y bolsas de chupetes
para una tercer hermana adicta.

La mamá hizo crecer
una conífera de papel afiche
con manzanas de papel metalizado
sobre la puerta que alguna vez
fue un tronco.

Qué descanso para las hermanas
dormir por separado en otros lados
con amiguitas flacas
que saltan sobre una entrada con damero
y espejos.

La mamá esperaba
al día siguiente.
Era una chica muy linda
con un porte-enfant en un pasillo
de la escuela normal.

¿Cómo reconocer a una maestra buena
en un ómnibus, dormida?

Dormida y blanca.

Los mosquitos caen
en espiral y se mueren con Schubert, siguiendo el pizzicato
con las patas al cielo.

Nenas melancólicas, nenas migrantes.

Unos gemelos en un frasco bailan.
Y ellas cantan: sól o sol asesino.


(De La indecisión, Buenos Aires, La Marca, 1998)
Roxana Páez / Crying Body