El perro que hace años comparte con nosotros
casa, pan y quebrantos
le ha dado por las noches echarse en la vereda.

Le cuesta caminar y una sordera pétrea
le ha devuelto el orgullo de la desobediencia.
Ajeno a los llamados con su ladrido ronco aturde al vecindario.

La familia ha gastado ya varias sobremesas
en calcular su edad: si Francisco esa noche tenía siete años
y el negro era un ovillo tirado en la vereda,
si eran seis y lloró hasta que el perro fue uno más de nosotros.

La familia ha indagado ingeniosas respuestas
sobre la etiología del ladrido en las sombras:
que los perros ven cosas que nosotros no vemos,
que es la forma elegida de pagarnos su vianda.

Yo que creo en los cuentos de fogón y de viejas
he llegado a pensar que le ladra a la muerte
y que la muerte teme sus colmillos gastados.

Arrastrándose casi se aposta en la vereda
a defender su vida: la caricia frugal, la saliva y la carne
y sobre todo el sol que le entibia los huesos.

Si aunque llegue el invierno él mantiene su guardia,
si el aire no se quiebra de pronto en su garganta, sé que nadie
morirá en esta casa.


Marcelo Vernet / Profeta menor