Noche tras noche, al acostarse, acaricia el tumor que se forma por detrás de su rodilla izquierda. Como el dios que gestaba en su muslo, así también su pierna parece grávida y a punto de parir quién sabe qué nueva monstruosidad. Semanas atrás todavía pensaba ignorarlo: bajo un lienzo inmaculado lo cubrió, con varias vueltas de venda lo ocultó de su vista. Pero el dolor trabajaba por debajo, se agrandaba al amparo de lo invisible, como medran en la oscuridad de una pieza los terrores infantiles. Se ha marchado el sueño, ha desaparecido el apetito. En las noches repasa la lista de cosas que ignora:

no sabe por qué el semen tiene a veces el perfume
de una suave lejía,
no sabe por qué el sexo de la mujer
evoca la anémona de mar.


Noche tras noche acaricia el tumor que por último decidió descubrir, no con la esperanza de ver su pierna curada, sino más bien como gesto de aceptación de un destino.

No sabe cuántos cargamentos de goma y almizcle
entrarán en dos meses,
no sabe si los gorgojos no están arruinando
en silencio el arroz.


Como el dios que gestaba en su muslo. Tengo los cabellos completamente grises. Travesías de mares en barco y viajes por tierra a caballo: sin vestimenta, sin víveres, sin agua... Estoy excesivamente cansado. Demasiado acostumbrado a la vida errante, a la vida libre y gratuita. Quizás vaya a Zanzíbar. Noche tras noche, al acostarse sin sueño, acaricia el tumor de su rodilla izquierda.

No sabe si habrá tormentas en el camino a la costa,
no sabe si de esa pierna desecada no nacerán
—de golpe, al unísono— la muerte y la gloria.



Guillermo Pilía / La pierna de Rimbaud