El que arroja la piedra: una interpretación

"Arrojar la piedra" tiene siempre una gran carga de transgresión. Los fariseos que no aceptaron arrojarla lo hicieron más por incapacidad de transgredir que por misericordia. Porque para romper las reglas hay que poseer cierta pureza —y no meramente la del cuerpo— que invierta los papeles y haga que el niño mate al gigante y que el mundo progrese en humanidad. Por eso el artista, el poeta, es de algún modo el hondero, "el que arroja la piedra, / el que le da su ímpetu y dirección, / el que aporta el músculo y la libertad". Pero a diferencia de la del David, la piedra del poeta no tiene un destino cierto: "se clava lejos, donde no se oye / mi voz ni el eco de su partida"; sólo sabe que en algún sitio será el sostén de una nueva edificación. Así también lo dice el salmo que se canta en la liturgia de Pascua: la piedra que los arquitectos arrojaron por inservible es ahora la piedra angular.

Rafael Felipe Oteriño Estos ocho poemas de Oteriño, estos ocho guijarros son, en cercanía o en lejanía, un vuelo circular sobre la esencia del acto creador. Semejante a la gaviota que "vuela siete jornadas / detrás de la estela que el mar borra", así el poeta viaja hacia espejismos, con un rumbo falso "para que el deseo de volar no acabe". Porque la poesía no es tanto un destino, sino más bien un derrotero, el de la propia vida: "Para decir una palabra, / para decir una sola / palabra, / la primera palabra / y la última, / para que naciera esa palabra, / tuve que vivir.

También la palabra —las palabras— del que escribe poesía es piedra de hondero, "piedra pequeña", quizás, como la del poema de León Felipe, abnegada servidora en el reino de lo mínimo, pero sobre la cual está presente la mano de Dios, "más íntima, menos dolorosa, sin el peso / de guardar el abismo". El poeta intenta darles un orden, crear reglas que cada poema al final destruye. Pero cuando la voz duerme y la ciudad se apaga, y se desbocan las yeguas de la noche, entonces las palabras, libres de riendas, se mezclan en un renovado caos primordial y "un viento suave (...) borra (...) la letra clara de las cosas". El poeta da un orden provisorio al mundo, un equilibrio dentro de infinitos órdenes posibles. Los dioses —parece sugerir Oteriño— crearon el universo y después se durmieron; los poetas, de a ratos e imperfectamente, intentan compensar esa fatiga de los dioses.

Junto a la palabra está la flor; aún en este mundo de llagas, indiferente a los dioses, está la flor: no la rosa decorativa de los viejos artistas de la que se burlaba Rimbaud, sino la humilde nomeolvides que apenas dura un instante en la solapa del saco, "junto a unos nombres / que sólo yo / deletreo hasta el final". Flor humildísima junto a un nombre deletreado, con candidez de infancia, pincelada pudorosa en el lienzo de la vida. En la poesía de Oteriño suele surgir con tesón, como en este caso, cierto sentido de la mesura: "la poesía / no es / croar de ranas / en un estanque vacío" ni "laboriosa / carta de amor / escrita / en nuestra memoria", sino apenas la promesa de la flor —del poema— "de llenar los vasos / y no derramar el agua".

Desde sus primeros libros, Oteriño ha manifestado una constante vocación hacia la interrogación metafísica. Indagar sobre los hilos que sostienen la arquitectura del mundo y los que apuntalan nuestra existencia es la misma cosa. Ser uno con la flor, con el agua, con la piedra: de ahí que su poesía esté pudorosamente llena de humanidad. Con el tiempo, ese viaje hacia profundidades cada vez más abisales no lo ha apartado —como a otros poetas de su generación— de la transparencia. Al igual que Eneas, que al fin de su viaje al inframundo no encuentra las tinieblas, sino la luz de los Campos Elíseos, así también la más reciente poesía de Oteriño se nos presenta atravesada de claridad: de la dérvica sabiduría de quien ya ha aprendido mucho en este viaje: la derrota, el hablar a solas, la indiferencia; y "el arte de no ver nada / aún viéndolo todo".


Guillermo Pilía
Noviembre del 2008