Horacio Preler (La Plata, 1929) lleva publicados, desde su inicial “Institución de la tristeza” (1966) hasta “Aquello que uno ama” (2006), nueve libros de poemas, producción que le sirvió para plasmar un lenguaje de cuño personal, en el que pueden hallarse resonancias de Eliot, de Stevens, de Girri. Con estos ascendientes poéticos, Preler rompe, a partir de “Lo abstracto y lo concreto” (1973), con los efluvios sentimentales de la generación del 40 y trae a la poesía de La Plata un aire nuevo, renovador, que la libera de su tradicional y rancio tono elegíaco.

Básicamente, puede decirse que la búsqueda afanosa de un sentido cósmico y la orfandad y el desarraigo humanos –a los que Horacio Prelerhabría que sumarle la reflexión acerca del fenómeno poético– son los temas axiales de la creación preleriana, caracterizada por su mirada inquisidora y su avidez cognitiva. En efecto, para Preler la poesía no es un refugio íntimo, confesional, un lugar donde purgar las cuitas del alma, sino un modo de explorar la realidad, de intentar descorrer, aunque sea mínimamente, el velo de las cosas. Así, tomando prestada una metáfora de su inventiva, podría describirse a la poesía como “un atajo” –en cuanto elude los caminos convencionales del conocer– hacia “una zona de entendimiento”. Pero el poeta es consciente de sus limitaciones y sabe que su razón de ser se halla, antes que en la comprobación de hipotéticas verdades, en su capacidad de interrogar, de alumbrar el misterio con su particular manera de indagarlo, por lo que siempre dejará en suspenso cualquier afirmación.

Cabe recordar aquí que la raíz indoeuropea de la palabra poesía –diktjan– alude al concepto de “poner en orden”. El orden, justamente, es una de las obsesiones recurrentes en la obra de Preler, que parece ver a la realidad como una construcción caótica. Es la misma obsesión que revela “El señor Gianni”, protagonista del poema homónimo, cuando “va de aquí para allá/ atento a cada extraño brote,/ cuidando que todo crezca en orden,/ que nada perturbe su labor,/ como un dios que no ha perdido la esperanza”. Por ello, no resulta descabellado imaginar que en la piel de este personaje cohabita, en cierto modo, el poeta, esperanzado en encontrar, como diría Giannuzzi, “un orden para un significado”, porque sólo a partir del ordenamiento de lo real es posible acercarse a la idea de un sentido último.

El señor Gianni” prueba, asimismo, que la poesía de Preler no se debate entre abstracciones y cuestiones genéricas, como podría suponerse. Por el contrario, su punto de partida se halla en los datos concretos de la realidad; para ser preciso, en la inmediatez del mundo circundante. Así, cualquier objeto, por insignificante que parezca, o el más baladí de los hechos cotidianos, pueden concitar la atención y acicatear la conciencia creadora del poeta, por lo que los poemas poseerán una fuerte impronta material, dejando en claro que sólo después de hacer pie en la tierra intentarán un salto metafísico. “La rejilla”, en su doméstica sencillez, es uno de esos textos paradigmáticos al respecto.

Recorriendo la presente selección poética, puede advertirse, además, que Preler apela permanentemente a una simbología de clara inspiración, consecuente con su visión del mundo e invariable a lo largo de todo lo que ha escrito. Según ella, el hombre es siempre un extranjero, alguien que transita, extraviado, “las calles/ de una ciudad desconocida”, y la vida un efímero viaje “a la medida del dolor”, un viaje por países “hechos sólo para morir”. Cabe agregar que ese viaje está lleno de “extraños laberintos”, de misterios para los cuales resulta difícil hallar explicación, pues el viajero perdió las llaves de la sabiduría “en el momento de partir”. En este marco referencial –y aquí aparece el segundo de los tópicos prelerianos expuestos al comienzo– la extranjería no es otra cosa que sinónimo de desarraigo, el que a su vez se traduce en soledad e incomunicación. Nada mejor para expresarlo que el final de “Símbolos”: “Nos entendemos pobremente,/ apenas delineamos los contornos del gesto/ articulando símbolos heroicos/ para superar el desamparo”.

Sin embargo, hay una soledad más honda que la falta de comunicación o intercambio afectivo y que Preler pone al descubierto: es la que tiene relación con la intransferible mismidad del ser, condición por la cual, al morir, “Uno se lleva todo. Sus historias,/ la clave de sus miedos, la lóbrega codicia,/ la indiferencia, el odio,/ los almanaques viejos”. Y otra alusión semejante puede leerse en “La muerte de un poeta”: “Un poeta muere como cualquier hombre…/ Abandona entonces a sus hijos,/ sus afectos y sus pequeños lujos…/ Además,/ los poemas que nadie escribirá por él”.

Felizmente, Preler ya escribió muchos poemas que, por su sólida unidad estructural, su objetivación del hecho poético y su trazo austero y riguroso, perdurarán en la memoria de los lectores. Sí, perdurarán porque se trata de poemas nacidos de la inteligencia emocional, que preguntan y se preguntan, invitando a la reflexión, pero que no dejan de abrigar el alma con su compasivo humanismo.


César Cantoni
La Plata, marzo de 2007