Caminé dos horas por una ladera del volcán
Popocatépetl*, muy silenciosa
hacia arriba.

Llevaba una piedra de cuarzo
en el puño y en la mochila
pan y queso y una bolsa de higos.

Los turistas son como poetas buscando
un éxtasis, pero yo no quería salir
tanto como nacer y esa pretensión fue mi virtud.

Igual que el miedo
ahora. Las rocas se descuelgan
con las manos agarradas a ellas,

y la cinta transportadora de piedras
entre los cordones, que se retuercen como culebras,
laxas después de un gran peñón que las aplasta.

Todos los días están abajo mío,
y en la cicatriz del pulgar
de cuando por primera vez pelé una papa.

Giran los ojos con escamas de arcilla
mientras resbalo en el aire sin oxígeno.
Ahí cuando la partera encandilada te toma con un fórceps de las sienes.

Y la rodada toma un zumbido metálico.
Llegan intermitentes a la sangre
infusiones de pinchazos vegetales.
El pelo arrastra guano de cóndor. De tan alto,
tan bajo, algo tengo.
Los días originales que se enganchan

a flecos espinosos como la jarilla
de mi propia montaña en otra vida breve.
Ahora las fibras del músculo no deben oponerse a las raíces y las rocas.

Ser agua, porque lo blando vence a lo duro.
Y apenas visible en el relieve
de unas ondas, de la corriente que brotó

repentina de un peñasco de nieve,
bajo hasta el pie de mi madre
que me fumiga con humo de tabaco para que despierte.


* “Cerro que humea”, volcán de México.
(De Fogata de ramitas y huesos, Córdoba, Alción, 2002 / reeditado en 2009)
Roxana Páez / Crying Body