En las ciudades, mi Señor,
reina el temor a Ti. Las
madres ocultan a sus
unigénitos en los lugares
más recónditos para que
los padres no les arranquen
el corazón y los ofrezcan en
sacrificio al dios de las tinieblas.
Los hombres que se dejan vencer
por el cansancio de la vigilia
nocturna despiertan atados de
pies y manos sin saber quién lo
hizo. Las puertas de cada casa
están cerradas a piedra y lodo
porque a media noche sombras
con forma de sombras recorren las
calles desoladas bebiendo la sangre
de los que ceden a la tentación de
cruzar el umbral de sus casas. Durante
el día, bajo un sol que ya no calienta
los cuerpos ni hace madurar la mies,
los hombres se miran con ojos
brillantes y miradas feroces. Sus
almas albergan sentimientos
desconocidos. Cuando hablan
lo hacen con gestos hostiles porque
ya están olvidando la palabra.
Los que contemplándose
en los espejos pronuncian
con voz sorda tu nombre,
ya abandonaron las ciudades.
Algunos partieron hacia el mar
impulsados por la fascinación
de las profundidades.
Otros, hambrientos de carne cruda
y sedientos de sangre caliente,
hacia el bosque y las montañas.
Los que tienen brazos largos y
piernas ágiles lo hicieron hacia
la humedad de la jungla y los
altos árboles. Unos pocos, mi Señor,
porque habían escrito un libro
extraño, encaminaron sus pasos
al desierto. Al partir, ninguno de
ellos miró hacia atrás. Saben
que volverán para traer
las nuevas tablas. Las que
tu escribirás con tu dedo de
fuego sobre la más alta montaña
para que todo hombre sobre la
Tierra las lea y sepa que un horror
más intolerable que la vida se ha
aposentado sobre el mundo.
Ese día, mi Señor, cuando tu ley
única e inalterable rija la voluntad
de los hombres, desearán no
haber nacido y pedirán a gritos la
muerte. Pero será demasiado
tarde. Vivirán, porque ha nacido
para ellos la hora de la obediencia.

Las ciudades, mi Señor, te pertenecen.


Luis Pazos / Señor de la alucinación