VIII
Al atardecer de la séptima
vigilia, cuando el sol se
convirtió en una tea de
fuego frío, subí la cima de
la montaña. Obediente de
ti me despojé de mis
vestiduras y de pie, mirando
al sol fijamente, aguardé
junto a la piedra de basalto
negro. Como el habitante de
un planeta sometido a una
gravedad intolerable, fui
perdiendo la posición erecta.
Mis manos tocaron el suelo,
mis uñas se curvaron, mi
lengua se volvió áspera y
mi sangre enloqueció en
las venas. Ya no reconocí
mi piel y mis ojos fueron
recorridos por una geometría
incomprensible de líneas
rojas y quebradas. Husmeé
olores desconocidos y oí
sonidos aterradores. Sentí,
mi Señor, un hambre
insaciable de ti y la
voluntad implacable
de saciarla. Cuando
la luna estuvo en el
cenit pronuncié mi
oración, mitad gemido
mitad alarido. Olisqueé
tus manos y tus pies, y
descendí lentamente,
para internarme en la
profundidad de tus
bosques.
Luis Pazos / Señor de la alucinación