Al atardecer de la séptima
vigilia, cuando el sol se
convirtió en una tea de
fuego frío, subí la cima de
la montaña. Obediente de
ti me despojé de mis
vestiduras y de pie, mirando
al sol fijamente, aguardé
junto a la piedra de basalto
negro. Como el habitante de
un planeta sometido a una
gravedad intolerable, fui
perdiendo la posición erecta.
Mis manos tocaron el suelo,
mis uñas se curvaron, mi
lengua se volvió áspera y
mi sangre enloqueció en
las venas. Ya no reconocí
mi piel y mis ojos fueron
recorridos por una geometría
incomprensible de líneas
rojas y quebradas. Husmeé
olores desconocidos y oí
sonidos aterradores. Sentí,
mi Señor, un hambre
insaciable de ti y la
voluntad implacable
de saciarla. Cuando
la luna estuvo en el
cenit pronuncié mi
oración, mitad gemido
mitad alarido. Olisqueé
tus manos y tus pies, y
descendí lentamente,
para internarme en la
profundidad de tus
bosques.


Luis Pazos / Señor de la alucinación