El infierno, mi Señor,
no es la carne torturada,
ni las uñas arrancadas,
ni los huesos quebrantados.
El infierno, mi Señor, no es
el látigo de siete puntas,
ni el hierro candente, ni la
sal en la herida. El infierno,
mi Señor, no es el fuego
que quema, ni el agua que
ahoga, ni la tierra cubriendo
al que todavía respira. El
infierno, mi Señor, es la pena
infinita de tu ausencia.


Luis Pazos / Señor de la alucinación