El hombre ha buscado trabajo en todas las factorías del Mar Rojo —cuando intenta dormir repite los topónimos árabes como una letanía—. Pero las voces que designan a esos puertos nada dicen a quien no ha sufrido la pestilencia de sus calles, sus bárbaras comidas, el calor que apenas morigera el viento de la costa.

Ahora ha llegado a Adén con la idea de acaparar
no el limpio oro que arrastran los ríos,
sino los sucios billetes y las grasientas monedas
que van de mano en mano en los bazares.


Cuando logre reunir unos centenares de francos —piensa—, partiré para Zanzíbar —tal vez sin la ilusión de encontrar allí la felicidad o el sosiego, sino acaso para vivir en un sitio que lleve un nombre sonoro—. Pero por ahora vegeta en medio de un cráter apagado, lleno hasta el fondo de arenas marinas. Sólo toca, sólo ve lavas. El aire no traspasa las paredes volcánicas y todo se quema allí como en un horno de cal. Escribe:

No hay ningún árbol, ni siquiera desecado, ni una brizna de hierba, ni una parcela sembrada, ni una gota de agua dulce...

Montañas negras aprisionan la ciudad como una escenografía de hierro; enormes escalones de piedra, pretéritas cisternas, obras de un pueblo extinguido y ciclópeo. Escribe:

Siempre se espera una tormenta que venga a perseguir los cielos; un agua de bosques celestes que se pierda por estas vírgenes arenas; un vendaval de Dios que arroje sobre Adén su granizo milagroso...

Es el verano abisinio, el verano que viene del África del este: todo arde; vibra la atmósfera como metal; hasta el viento, cuando corre, es un viento de fuego. Escribe:

Sólo un maldito puede buscar vivir en un infierno semejante.


Guillermo Pilía / La pierna de Rimbaud