Como a ciertos animales —que perciben los terremotos antes de que se produzcan—, así también a este viajero se le han aguzado las pupilas, la nariz, las yemas de los dedos

—¿Acaso hay algo que no?—

para advertirle cuándo tiene que escapar. A veces el signo es un gesto de extrañeza —la mirada de aquel oficial holandés, que lo llenó de terror y lo obligó a huir de Java—; o quizás las palabras inteligibles que un joven tullido intercambió con otro huésped, años atrás, en el hospicio del Gotardo. Noche a noche siente crecer o menguar —pero casi siempre crecer— la advertencia de peligro. Los sitios se vuelven inestables

—¿Acaso hay algo que no?—

y crujen sordamente como el maderamen de los antiguos embarcaderos; oscilan de forma casi imperceptible, igual que palafitos en un lago de brea, que la casa evangélica que no se afirmó sobre roca; se ahuecan sin señales exteriores, como los muebles atacados por la carcoma. Los puertos se vuelven tembladerales

—¿Acaso hay algo que no?—;

los afectos, el alma, son también de pronto ciénagas, herrajes o maderas roídas... El viajero ha aprendido a fugarse siempre en el instante previo a que todo se vuelva inevitable. Cuando logre reunir unos centenares de francos, quizá escape hacia Zanzíbar. Huye, pero como puede huir la choza que se lleva sus pilotes podridos; o la madera que escapa de los parásitos sin saber que entre sus vetas ya van sembrados los huevos. Huye

—¿Acaso hay algo que no?—

como puede huir el puerto que arrastra consigo el mar.


Guillermo Pilía / La pierna de Rimbaud