"Es la creencia y no el dios lo que cuenta", dice Wallace Stevens.

Creer en el valor de nombrar es una de las cualidades de Norma Etcheverry y esa convicción impregna su poesía no de certezas sino de intensidad.

Tanto cuando elige la ironía como cuando la habita cierta gravedad, hay una tensión entre lo latente y lo manifiesto, lo liviano y lo trascendente, que su poesía no resuelve, sino que enuncia.

Somos como insectos, advierte, breves vidas que danzan en círculo y se encandilan. En el poema que abre esta selección y en otros, apela a la primera persona del plural para señalar la precariedad de la condición humana, hay un "nosotros" abarcador que pareciera funcionar como una conciencia colectiva.

Norma Etcheverry se afianza en la poesía luego de búsquedas en otros lenguajes (la comunicación, el psicoanálisis, las artes plásticas, la filosofía) y lo hace con esos saberes en el haber, pero también como quien puede tolerar zonas de incertidumbre, "la intemperie sin fin" sobre la que advertía Juan L. Ortiz.

En sus poemas se reiteran algunos "temas", si es que así se pueden llamar en poesía a las zonas, obsesiones, recurrencias, que se nombran o se sugieren.

Uno de ellos, el tiempo, es invocado como el gran hacedor y a su vez, como quien señala nuestra fragilidad, la angustia que "anda cerca". Para Norma Etcheverry el presente es huidizo, inasible, y la escritura puede ser "la posesión del instante" que si bien no nos salva, otorga sentido.

A esa fuga de seres y cosas, "nuestra nada en el tiempo", Norma Etcheverry opone la elaboración del poema, no como algo que se construye, sino como lo que "se planta, se riega sin saber lo que arriesga". Parece insinuarnos que una entrega sin especulación nos dejará llevar mejor nuestra condición de errantes, algo así como una invitación a jugar en un jardín posible.

También apuesta a "la mente creativa" y al "espíritu libre", principios donde reconocerse, una identidad que hace buscar lo que se ve en el cielo fragmentado desde la ventana, durante una estadía en el hospital. Los colores del arte nos resguardan y se oponen al deterioro del cuerpo, como si pudiésemos elegir guarecernos en un río inmóvil bajo la luz del sol.

La vivencia del tiempo está atravesada en nuestros días por Internet, las redes sociales y otros consumos culturales que parecen abarcarlo todo y, sin embargo, en un punto, rozan lo irreal. "Nada hay en la pantalla que delate una vida anterior" dice Norma Etcheverry; el internauta navega, pero en el facebook "no hay fotos de su corazón roto", ni huellas "de la errática fortuna de ese viaje".

Nuevos lenguajes que la poeta goza o padece, mientras observa con ternura el viejo cable de teléfono que atraviesa el cielo de su casa; durante años el mismo objeto mecido por los vientos y la lluvia, portando "toda la vida y toda la muerte" .

La mirada sobre el paisaje urbano está presente desde los primeros poemas de Norma Etcheverry.

La inundación, el humo de los basurales, los bares en las veredas del verano, una casa amada "que espera recostada sobre una calle de tierra", son apuntes de un viaje, el dibujo que se logra tras permanecer, como ella lo menciona, en "estado de abierto".

Para finalizar, quiero citar una vez más a Norma, pero esta vez interrogándose sobre el acto creador. En uno de los poemas de "Aspaldiko", su segundo libro, se pregunta cómo escribir y propone, ante la imposibilidad de hacerlo "lejos del sentir", escribir "a ras del sentir".

Creo que su poesía logra esa premisa y es en la fricción con las palabras, la correspondencia no lineal entre lo sentido y lo escrito, en donde adquiere mayor consistencia.


Raquel Sinelli
La Plata, junio de 2011