Para Norberto Antonio la poesía es una réplica al orden establecido. O, mejor dicho, la voz de lo otro que no encuentra lugar en dicho orden. Pone en contraste la libertad, de la que se sabe portadora, con la vida convencional que, a su juicio, la rechaza y niega. De donde opera a modo de afrenta, renovando la vieja querella entre la aventura y el orden. El movimiento poético que la encuadra está del lado de las vanguardias, en cuanto muestras de lo nuevo, lo fresco y lo inesperado. Pero como también es resultado de lecturas, no cuesta adivinar el influjo de una tradición también rebelde: la romántica. La musicalidad de los versos y las aliteraciones que la enriquecen, tanto como la búsqueda del hombre concreto y la concepción del quehacer poético como modo de conocimiento, tienen dicha fuente. Con estos elementos, explora la realidad rugosa que constituye su horizonte.

La verdad está en los hechos y en las cosas, no en las ideas –podría afirmar–; pero como hechos y cosas son hijos del lenguaje que los nombra, Antonio exprime las locuciones del habla diaria y los sitios habituales de nuestra época, para que suelten su presa. Y a expensas de esas figuraciones se produce el fenómeno poético. Allí se cuece lo que nos pasa como seres hostigados por la historia y por la actividad programática de la costumbre, que –en su sentir– dejan afuera lo que importa salvar: la errancia del hombre. Ese perderse para encontrarse que está en la raíz de toda búsqueda. Como respuesta a tamaño desafío, la suya es una poesía de raptos e iluminaciones antes que de discurso. Expresión de un combate, está dotada de una energía alimentada por el compromiso de vivir. El meneado ser buscado en la metafísica, y nunca hallado, que fuera rastreado luego en la irracionalidad romántica, y entrevisto allí bajo el acoso de la temporalidad, es perseguido por Antonio en el territorio no menos azaroso de la palabra poética. De la insurrecta palabra poética.

Así es como se deja llevar, como por un río, por lo que el habla diaria –hecha de giros de la calle, retazos de cotidianidad, vislumbres de la mente– sugiere, capta y propone. También por lo que tiene de inalcanzable. Al fin y al cabo, la palabra poética es, para quien la intenta,

un don y una tiranía, por lo que el poeta, como hacedor, se limita a mantenerla despierta a fin de que no se aparte del camino. Es cuando acude a figuras de manos que acarician (o que nunca acariciaron, como resalta en uno de sus poemas), o a naranjas que se desangran sobre una boca de mujer –o a los olores, al tacto, al vino derramado–, para llegar más hondo al corazón de lo indecible. Eso que está en la promesa de todo festín. Para un codicioso de realidad, nombrar es el primer paso en el camino del poseer. Pero para Antonio es más aún: nombrar es poseer.

Sería, por eso, erróneo pretender definir esta escritura a partir de los casos que la sostienen. Estos son el acicate –la percha, como decía Auden–, el accidente del cual se desprende la experiencia de lo poético. No, en ellos no está el fruto buscado. Su propósito es más ambicioso: como la vida da y quita, ofrece y niega, tienta y se sustrae, el poeta trabaja para darle carnadura al deseo, satisfacción al hambre, realidad a los fantasmas que nos asaltan en la noche. Para crear, en suma, una ciudadela en la que poder reconstruir el estatuto de la persona. Esto es lo que propone. La suya es, pues, una poesía de lo preformal, que apela a la construcción semántica mediante la instalación de figuras, tropos e imágenes cuya función es la de operar como contratumba. A menos vida, más vida, es lo que señala sin ocultamiento. Concluyo señalando que también se trata de una poesía de la mirada. De una mirada que descree del mundo objetivo y que se vuelve sobre sí misma para examinar, juzgar, imprecar, acusar al hombre universal por los descuidos o desmemorias, arrebatos o violencia que lo han llevado a convertir en escombros el camino. Es, de tal modo, una poesía no libre de culpa y desesperación, como la de quien marcha por un desierto (aquí habría que revisar los dictados de la sangre mora de Antonio) con la sospecha que del otro lado no hay nadie. Sólo el soliloquio del alma, que impone seguir en el camino. Como decía Gombrowicz en la ya célebre carta "Contra los poetas": cuando más idealista es un hombre, tanto más realista debe ser su composición, a fin de lograr un equilibrio entre la pureza del arte y las impurezas de la vida. Entre estos extremos se gesta esta poesía.


Rafael Felipe Oteriño
Abril 2011