Para decir: piedra,
pez, viento, paloma,
tuve que vivir.
Para nombrar a un barco,
para decir: estela,
horizonte de mar, bahía,
tuve que vivir.
Para virar,
para guiarme por las estrellas,
para seguir un rumbo fijo,
tuve que vivir.
Para señalar el Norte,
para enviar un mensaje
–hermosos días, hermosas noches–,
para esperar respuesta,
para saber esperarla,
tuve que vivir.
Para decir caballo: mi caballo.

Todo debió pasar
por mis pies, por mis manos,
tocarme, golpearme,
penetrar mi piel
como el lento acoso de una fiera.
Para afirmar: "–éste es el aire
y el fuego",
"–esto lo líquido y lo sólido",
y que aire, fuego,
líquido, sólido,
desnudaran su corazón de medusa,
su confundido aroma,
tuve que vivir.
Más allá de todas las tentaciones,
por encima de todas las preguntas,
tuve que vivir.

Para decir una palabra,
para decir una sola
palabra,
la primera palabra
y la última,
para que naciera esa palabra,
tuve que vivir.


(De Lengua madre, 1995)
Rafael Felipe Oteriño / El que arroja la piedra