Esa ciudad se apaga cuando me duermo:
los ventanales no reflejan el sol,
los semáforos dejan libre el paso de los autos,
las sombras vacilan unos segundos,
atraviesan una puerta y desaparecen;
sobre el mantel, el crucigrama está resuelto,
una mano dobla las páginas del diario.

Nada de lo insólito permanece en pie:
en las esquinas, las bicicletas giran veloces,
se eclipsa el verde de los jardines,
una película de ceniza se extiende sobre las plazas,
abrazando el lago, los botes y los remos;
petrificada, la ronda del bosque finge no oírme.

Arrebatados por una nube,
quedan más solos los animales del zoológico;
se ausentan, de pie, las estatuas,
mientras un viento suave dispersa los colores
y borra, ya sin luz, el cable de los teléfonos
y la letra clara de las cosas.

Pero, ay, todavía queda algo que no he dicho:
esa ciudad continúa dentro del sueño.



(Inédito)
Rafael Felipe Oteriño / El que arroja la piedra