Acostumbro
a recoger para ellos nomeolvides,
pequeñas flores de octubre
que se prenden a la solapa
como abrojos.
En la piedra no hay nada
que las sujete:
ni el pocillo con agua
donde las sumerjo,
y que de ordinario se seca
tras mis pasos.

Tal vez sea mejor así:
que duren el instante de llevarlas,
apenas la decisión
de ponerlas junto a unos nombres
que sólo yo
deletreo hasta el final.
Sí, tal vez lo importante
sea sólo eso:
que mantenga la promesa
de llenar los vasos
y no derramar el agua.


(Inédito)
Rafael Felipe Oteriño / El que arroja la piedra